Hay una vieja frase popular de Alcoy que define perfectamente la sensación que se crea cuando un prócer de acrisolada virtud comete alguna fechoría inesperada que decepciona a sus partidarios. Ante situaciones como ésta, los alcoyanos recurrimos a la expresión «el sant que pixa no val pa la missa». Es una maravillosa metáfora urológica, cuyo anónimo autor quería dejarnos muy claro que en este perro mundo no hay ninguna persona merecedora de la adoración perpetua y que por mucho incienso que se eche sobre un personaje público, al final siempre acabará cagándola de una manera u otra y mostrando sus debilidades humanas.

Pablo Iglesias ha cosechado importantes éxitos políticos ejerciendo de santo laico. Su espectacular irrupción en la escena nacional no se puede entender sin esa carga de moralidad ejemplarizante que ha acompañado a todas sus apariciones públicas. Estamos ante un hombre que se ha convertido a sí mismo en un personaje y que ha usado como una poderosa arma política la exhibición propagandística de su vida privada, mostrando por tierra mar y aire la pobreza monacal de sus ropas compradas en Alcampo o enseñando en las teles la humildad obrera de su piso de Vallecas. Simultáneamente, el líder de Podemos se ha especializado en sermones tronantes en los que aplicaba los más altos niveles de exigencia moral al resto de los partidos del arco parlamentario, hasta descalificarlos a todos sin excepción y transformarlos en algo parecido a una pandilla de yonquis del sueldo oficial, capaces de vender a la ciudadanía por un puñado de monedas de plata.

Sorprendido in fraganti en la compra de un chalé de 600.000 euros, a Pablo Iglesias le ha pasado lo que le tenía que pasar: le han aplicado una dosis de caballo de su propia medicina. El inventor del concepto casta (que podría traducirse con la afirmación: todos son una mafia, menos los míos) se enfrenta a las hemerotecas y sale muy mal parado. En política, las sobreactuaciones se pagan y es absolutamente previsible que a un determinado dirigente le apliquen el mismo listón ético y estético que él utilizó para castigar a sus contrincantes.

Aunque la polémica compra del chalé nace de una decisión estrictamente privada, la operación inmobiliaria es un error político de grandes proporciones, que sólo puede atribuirse a la pérdida de la conexión con la realidad por parte de un dirigente que ejerce el hiperliderazgo de su partido sin ningún tipo de cortapisas. La línea de defensa oficial de Podemos insiste en ese camino y rechaza cualquier posibilidad de autocrítica. Las redes sociales y los periódicos se llenan estos días de justificaciones demagógicas: «quieren que los políticos de izquierdas vivan como mendigos», ignorando que entre pedir a la puerta de una iglesia y tener un casoplón de 600.000 euros hay un inmenso territorio intermedio en el que vivimos la mayor parte de las personas normales; tampoco faltan las alusiones a los casos de corrupción del PP y del PSOE, como si las hazañas de Bárcenas y de los EREs justificaran cualquier desatino y para acabar, se vuelve a insistir en la conjura de todos los medios de comunicación «capitalistas» contra el único auténtico partido de izquierdas, olvidándose del idilio televisivo y del trato VIP que han hecho posible que Iglesias pasara del anonimato a la condición de estrella mediática en unos pocos meses.

Enfrentado a esta avería política, el líder de Podemos ha optado por una solución original: convocar una consulta entre todos los afiliados para que decidan si debe abandonar el cargo o si puede continuar dirigiendo el partido desde la comodidad de su nueva mansión campestre. Se presenta esta iniciativa como el colmo de la honradez y de la participación democrática de los militantes. Sin embargo, esta solución sobrevenida (es importante recordar que el anuncio llega cuando ya está todo el lío montado) se parece mucho a esas apuestas retóricas realizadas por los líderes carismáticos, que plantean a sus afiliados la dramática amenaza de «o yo o el caos», dando por supuesto que el número de militantes que se atreverá a decantarse por el caos será mínimo.

Sin pretenderlo, Pablo Iglesias ha abierto una nueva vía para las relaciones de los partidos con sus bases. En vez de perder el tiempo haciendo primarias para elegir candidatos, los secretarios generales podrían convocar referéndums para ver si los militantes les permiten comprarse un yate, para decidir si se hacen los trajes en el sastre de Paco Camps o para aclarar si es permisible un veraneo en un coqueto hotelito de lujo de la costa Amalfitana. No sé si los ciudadanos ganaríamos mucho con el cambio, pero nuestros políticos estarían hechos unos auténticos playboys.