La alta burguesía, las clases pudientes, cresos o plutócratas, en los sistemas capitalistas que rigen en las democracias, tienen su remedo en las ideologías radicales de la izquierda, próximas al marxismo real, en lo que se vino a llamar la nomenklatura, que no es más que el conjunto de altos cargos políticos que detentan el poder y rigen los destinos del pueblo a su libre albedrío. Esta clase pudiente y preponderante ya cuajó, y lo ha venido haciendo tras cualquier revolución social, cuando los verdaderos valores republicanos que determinaron el levantamiento de los sans culottes decayeron, y otra clase predominante se hizo con el control y el poder a través del Directorio, una vez superada la fase del denominado Terror. La nomenklatura, pues, representa a todos aquellos dirigentes soviéticos, y por extensión al resto de los que siguen su ideología, que poseían dachas, casas de campo lujosas cercanas a las grandes urbes, en las que los próceres soviéticos descansaban fines de semana y días de guardar, mientras el pueblo se hacinaba en pisos compartidos por varias familias.

El régimen soviético cayó por sí mismo hace ya casi treinta años, el muro de la vergüenza también y los llamados países satélites recuperaron su libertad. El comunismo como método de liberación de la gente se demostró inoperante, y como fórmula de gobernanza estéril y perverso. Aun así, en las democracias occidentales siguen existiendo partidos políticos que se rigen por ideologías comunistas y que son recompensados en los comicios con porcentajes estimables de votos, sobre todos aquellos que hacen del populismo un referente más. El caso de Podemos es paradigmático en este sentido. Sus propuestas se fundamentan en un acervo marxista leninista, mezclado con rancio populismo que nos retrotrae a los movimientos de todo signo que se dieron en los años treinta del pasado siglo. Y cómo no, también tiene su propia nomenklatura, sus auténticos popes a los que se les permite todo, aun yendo contra las proclamas y consignas dichas.

El caso de la finca de Galapagar de los líderes podemitas, Irene y Pablo, viene a demostrar que la historia se repite. Ellos martillos de capitalistas que adquirían chalets o áticos de lujo valorados en medio millón de euros, no tienen hoy ningún reparo en comprarse una finca que supera dicha cifra. Lo que no valía para los demás, vale para ellos. Lo que para otros es una demostración ostentosa de las clases pudientes, se convierte en su caso en la realización práctica de una humilde pretensión de cualquier ciudadano medio de este país. De un nihilismo de cobertura o de praxis de facultad, han pasado a un realismo práctico, a un pragmatismo que validaría el propio Putnam, y a una conversión al estilo Papini.

Pero no contentos con ello, los líderes orgánicos y parlamentarios de la formación morada, deciden junto al resto de la nomenklatura que rige las vidas y destinos de su estrambótica afiliación, pasar la patata caliente a estos últimos. Una vez más utilizan la consulta popular como ejercicio de ocultación de sus responsabilidades. La decisión que la tomen otros, si además los otros están controlados. Ante la pregunta ya es sabida la respuesta. Esa querencia por las consultas, en otros lares derecho a decidir, es propia de las autocracias, que pretenden democratizar su autorictas mediante un ardid con urnas, en este caso telemáticas. Maduro acaba de darse un baño en urnas para reafirmar su totalitarismo chavista. La pregunta y posibles respuestas para poder apartar a la pareja de sus cargos, como en todos estos casos huyen de la simplicidad.

Las declaraciones de los líderes de Podemos en defensa de su lujosa adquisición son tan peregrinas,como confusas y/o contradictorias con anteriores afirmaciones. Si Montero admite que están de paso en política y como mucho tienen ocho años de mandato en consideración a su código ético, ¿cómo es posible afrontar la alta cuota a pagar durante treinta años? Pero no se preocupen los acérrimos seguidores, la nomenklatura, en estos casos, siempre sale victoriosa por mucho Kichi rebelde o Errejón tancredista.