Una mujer mayor -aunque no vieja- me paró por la calle hace unos meses presentándose como una asidua lectora de mis escritos en prensa. Hablamos unos minutos y, cuando llegamos a un conocimiento que ya diluyó mi sorpresa, me contó cosas de su ya larga vida incluyendo su actividad de autodidacta en el campo cultural. La posguerra, para que lo sepa quien no la sufrió, fue descorazonadora y dura, pero, llegada la madurez, mi recién amiga pudo desprenderse de los trabajos duros que obligaron a tantas jóvenes a dejar la enseñanza, y dedicarse no solo a leer sino también a escribir. Me sorprendió y me interesó. Al final de nuestra charla, tímidamente me pidió que leyera algo de lo que ella había escrito. Porque sus nietos, ya por la Universidad, eran parte demasiado interesada para juzgar su trabajo.

Pronto recibí su paquete que contenía un libro muy bien encuadernado, que no editado, con este título: Las fiestas que viví en el año 47, y lo dedica a sus nietos: «Lo escribí para ellos y para sus hijos, por si un día quieren asomarse a esta ventana desde la que se ve la vida de un pueblo a través de sus fiestas en un tiempo lejano para ellos. El año 1947».

Así que lo leí y de un tirón. A través de una prosa cálida y sencilla, como corresponde a un documento vital, describe las fiestas de todo un año en un pueblo que atravesaba la posguerra de una manera que ahora, a los jóvenes, les costará entender. Pero los viejos, seguro que lo disfrutan. He elegido una fiesta, no cabe más en el espacio que tenemos, «A la vora del mar», y dejo San Antón, la Semana Santa, las fiestas de agosto, etc., con pesar. Así y todo, no podré incluir ni siquiera este capítulo íntegramente. A ver qué puedo hacer...

Ahora habla Mari Carmen: «23 de julio por la tarde. A la puerta de la casa de Ramón El Sastre, y a la puerta de otras muchas casas de condición humilde, se amontonaban palos, lonas, esteras, catres, colchones, fardos de ropa; cajas de cartón con ollas, platos, sartenes y demás utensilios de cocina. Garrafas de vino, de aceite, de aguardiente para el "nuvolet". El cantereller con sus cántaros, el botijo para mantener el agua fresca, los lebrillos, el "pentinaor" con sus peines y pintas, capazos llenos de arroz, alubias, lentejas, bacalao, mojama y botes de conservas..., el "sarnacho dels caragols", una jaula con dos o tres conejos y otra con pollos tomateros, un pato y otras muchas cosas. Una amalgama de trastos para cargar en un carro alquilado en el Hostal del Sol desde varios días antes, y trasladarlos a Santa Pola por el Camino Viejo. Los hombres a pie, al paso de los mulos ,y las mujeres y los niños sentados sobre los trastos cargados en el carro. Debía de ser muy incómodo pero... ¡Era tanta la ilusión!

Se procuraba llegar clareando el día, y una vez allí, con el papel en la mano que acreditaba tener pagado el permiso para la "plantá" con su número asignado, los hombres plantaban con mucha maña con todos aquellos palos, los cubrían con las lonas y tras varias horas de esfuerzo, aquel montón de trastos quedaba convertido en una estupenda casa de vacaciones: LA BARRACA con su suelo de estera colocado sobre la arena aplanada y endurecida a base de trabajarla con agua de mar. La cocina en la parte trasera para evitar olores, las habitaciones separadas con colchas de colores, sábanas o lonetas. Y la pieza clave era LA PORCHÁ, donde se pasaba el día y casi la noche.

Los días se pasaban rápidos, pero se aprovechan al máximo. La mesa de tijera con un vistoso tapete de hule siempre estaba ocupada. El desayuno con café de "olleta", leche o chocolate con ensaimadas, rollitos comprados en las Santapoleras que, cargadas con sus cestas, ofrecían sus productos a los veraneantes. Por las tardes pasaban los carritos del helado y los niños se embobaban viendo al chambilero manejando con soltura el aparatito de los "chambis" y el largo cucharón para el "agualimón" y la "cebada". ¡Qué deprisa se marchaban los duros de la "vedriola"! También pasaba el lechero en bicicleta con aquellos cántaros brillantes de hojalata. El aguador, el hombre del hielo para el "nuvolet" o el "canariet" ... Y a media mañana, el "almorsaret" (...) Después de comer la siesta era sagrada. No se escuchaba ni un alma en las cerca de mil barracas plantadas desde El Sequió -lo que hoy es Gran Playa y Playa Lisa- donde entonces no había ni una sola casa..., y a las siete de la tarde, otra vez a la mesa... si la horchata, que si el mantecado hecho con la garrapiñera, el agua cebada, luego el parchís, el sarangollo, la brisca...; y la cena a las diez a la luz de la lámpara de petroleo o del carburero..., era cuando mejor se estaba, tan fresquito...

Y el día de Santa Ana, como era tradicional, se mataba el pato y el arroz era un gran festín final. Y los pocos días finales, en la cocina se usaban los retales, porque los bolsillos ya estaban escurridos.

¡Qué días tan felices! A la vuelta el carro llevaba menos peso, pero lo que de verdad pesaba era la nostalgia. Y a la vuelta, por el Camino Viejo de Santa Pola, se cantaba el "Venim de la mar", y hasta las ramas de los árboles parecían susurrar la misma canción».

Hasta aquí la voz de quien lo vivió. Al leerlo, hasta las palabras escogidas me llevaron hasta las breves vacaciones de los "barraqueros" en aquellos ya profundos tiempos: Fardos, nuvolet, canterelles y cantereller, botijo, pentinaor, el sarnacho per als caragols, gabias con pollos tomateros y el pato para despedir tan gloriosas vacaciones...

Evidentemente, como ya he dicho, el texto no ha podido ser transcrito completo, he escogido lo sustancial de este solo capítulo. Los otros cinco que completan las fiestas de 1947 relatadas en directo quedan latentes. Creo que como documento tiene el interés de lo que nos gustaría no olvidar, o bien, lo que nos agradaría recordar. El libro es muy rico en tradiciones que ya van entrando en el olvido, y ya saben lo que pasa cuando esto sucede... Así pues mi intención no ha sido el escribir un artículo, sino el hacer saber que existen estos textos y darles voz a quien no la tienen, pero que lo vivieron. Este es, pues, el artículo del libro de Mari Carmen que escribió, con todo su cariño, para sus nietos. Ya sé, ya sé que para conservar este tipo de cosas no hay dinero...