Por si cabía alguna duda de las intenciones de Carles Puigdemont sobre su voluntad de acatar la Constitución Española, el nombramiento a dedo de Quim Torra como su sucesor interino viene a confirmar el hecho de que una solución pactada -dentro de la legalidad vigente- del desafío independentista es, hoy por hoy, una quimera. La elección de Torra debe enmarcarse en el deseo de Puigdemont de hacer pagar a España, en su conjunto o a los que para él son los responsables, de que tenga que vivir en el extranjero para evitar la acción de la justicia. El nuevo presidente de la Generalitat catalana representa, por un lado, el pensamiento más ultra del independentismo catalán y, por otro lado, permite gracias a sus mensajes en redes sociales de marcado carácter xenófobo y racista, teñir las relaciones entre el Estado y la Generalitat de una pátina de provisionalidad y falta de respeto que el independentismo promociona y se niega a finalizar.

Resulta sorprendente que una vez conocido su pensamiento marcadamente excluyente y plagado de insultos hacia los habitantes de Cataluña que Torra no considera catalanes, los partidos que han apoyado su investidura o que se han abstenido para favorecerla no se hayan planteado, ni si quiera un momento, que Torra no tuviese los mínimos requisitos exigibles para ser elegido presidente de la Generalitat. Su discurso de investidura ha vuelto a poner de manifiesto el grave problema al que España se enfrenta. Más allá de la cuestión política existe una razón personal, un resentimiento, que va a impedir una solución aceptada por la algo menos de la mitad de los catalanes que representa el nuevo presidente. La aplicación del artículo 155 de la Constitución va a ser una realidad durante los próximos años creando una inestabilidad política, económica y social que es y será bienvenida por el grupo social que representa Carles Puigdemont. O yo o el caos. O se acepta la independencia de Cataluña o los españoles deberán enfrentarse a un largo periodo de inestabilidad. La huida de las principales caras del movimiento independentista es otro elemento más del deseo de crear confusión y caos como venganza a la actuación de los tribunales de justicia españoles.

La supeditación de todos los problemas que tiene Cataluña de orden social, demográfico, seguridad y de endeudamiento a un único punto a tratar en la agenda catalana, es decir, el deseo de una parte de la población catalana de independizarse al precio que sea, va camino de cronificar un problema creado por la clase acomodada catalana para evitar ser sometidos a la justicia y al control de las cuentas públicas. Los artículos y los mensajes en redes sociales del nuevo presidente demuestran el profundo rencor en el que viven un amplio sector de la sociedad catalana acostumbrada a vivir muy bien a costa del resto de Cataluña.

Que parte de los responsables del laberinto en el que se encuentra Cataluña y que han huido a países del norte de Europa, sin que se sepa de qué viven, estén eludiendo la acción de la justicia gracias a la interpretación que los tribunales europeos hacen de las leyes no debe sorprender. La derogación de la Doctrina Parot, una excelente interpretación de las leyes establecida en el año 2006 por el Tribunal Supremo que permitió mantener en la cárcel a terroristas condenados por varios asesinatos extendiendo al máximo el cumplimiento efectivo de las penas, por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el año 2013 ya fue un aviso de que en Europa tienen una visión distinta de los problemas españoles. El acierto de los independentistas catalanes ha sido ejercer el victimismo con una gran capacidad publicitaria. El éxito turístico de Cataluña, sobre todo de Barcelona, se ha debido a una excelente utilización de la publicidad. Y en esa misma publicidad, en esa manera de promocionar productos y estampas, que por otra parte las hay también en otras muchas ciudades de España, reside la pretendida utilización de las instituciones europeas y el boato de las ruedas de prensa que los políticos catalanes huidos están llevando a cabo.

Hay que resaltar, por último, el comportamiento del PSOE y de manera especial la actitud de su líder Pedro Sánchez. Su lealtad con el Estado y su Gobierno, representado en este momento por el Partido Popular, apoyando la aplicación del artículo 155 y evitando, por tanto, un nuevo foco de tensión al evitar criticar la actual actitud pasiva y en otras épocas totalmente irresponsable de Mariano Rajoy hacia Cataluña, demuestra la altura de miras del socialismo en España. Nada parecido a las críticas masivas que recibió Felipe González por parte de José María Aznar y su famoso «España se rompe» -a pesar de que luego dio a CIU todas sus peticiones para formar Gobierno en 1996- ni al nulo apoyo que recibió José Luis Rodríguez Zapatero de un Mariano Rajoy instalado en el frentismo.