El Día de Europa apenas se celebra. Habida cuenta de que los pueblos se definen por sus festividades, mientras no se prevea una conmemoración colectiva para el 9 de mayo, el proyecto europeo estará inconcluso. Tal vez, la estrategia emprendida para la unificación europea haya sido errática, centrada prácticamente en intereses políticos y económicos, en lugar de procurar un auténtico sentido de pertenencia de los ciudadanos de los países miembros. Son muchos quienes opinan que Europa es un ente lejano y costoso en manos de ciertos burócratas privilegiados. Todavía son demasiados quienes menosprecian las bondades del proyecto europeo o quienes lo entienden como una amalgama artificial de naciones, efectivamente desunidas.

Ciertamente, Europa representa en sí misma la paradoja de la identidad y la diversidad, la dialéctica entre el todo y las partes, el paradigma del interés común y los intereses confrontados, la ambición por entrar y el deseo de salir. Además, si las identidades nacionales no solo persisten, sino que se exacerban, difícilmente podrán verse integradas en esa entidad supranacional europea.

No olvidemos nuestra historia, siglos de convivencia sosegada o belicosa, porque hemos de reconciliarnos con ella. Como apuntaba Ortega y Gasset en su célebre discurso De Europa meditatio quaedam, este espacio histórico se mide por la efectiva y prolongada convivencia, por la coexistencia milenaria, pacífica o combativa, y por las luchas fratricidas en el vientre de Europa, como los gemelos Eteocles y Polinice en el seno materno. En este sentido, es reveladora la frase de Carlos V sobre Francisco I: «Mi primo y yo estamos por completo de acuerdo: ambos queremos Milán».

Al decir de Steiner, Europa es el «lugar de la memoria», la idea de Europa trasciende el debate político, abarca cuestiones filosóficas, estéticas, musicales, artísticas o literarias. Entonces, ¿qué mejor manera de superar los ensimismamientos nacionales, los particularismos excluyentes, que asentar Europa sobre el patrimonio cultural común? Solo así podrá fraguarse una identidad europea incontestable.

La palabra «cultura» (de colere, cultivar) estaba referida originariamente al cultivo de la tierra, a la agricultura. Sin embargo, Cicerón acuñó la expresión «cultura animi» al aplicarla al cultivo del espíritu para hacerlo fértil.

Merced al devenir histórico europeo, la noción de ciudadanía está profundamente arraigada en nuestra sociedad; urge, por tanto, invertir el modelo para propiciar una conciencia europea forjada en el enriquecimiento cultural pasado y futuro, para cohesionar «ese enjambre de pueblos occidentales que partió a volar sobre la historia desde las ruinas del mundo antiguo», como decía Ortega.

Determinar las festividades del Día de Europa no es una frivolidad, sino una necesidad imperiosa. El alborozo conmemorativo procura más cohesión ciudadana que una constitución europea sancionada unánimemente en Bruselas. Ese era precisamente el sentimiento de la multitud que abarrotaba la Sala Sinfónica del ADDA tras el exitoso concierto de la Joven Orquesta de la Unión Europea organizado por la EUIPO. Durante la actuación, el pintor alcoyano Luis Sanus culminó su obra, una colorida representación del perfil de Alicante sobre la espiral áurea clásica, inspirada en los intelectuales que han construido la identidad del continente.

Al son de la Oda a la Alegría y de todas las músicas alumbradas por los genios, debería orquestarse una nueva visión de Europa sobre la base de un acervo cultural común. Entretanto, la manifestación más efusiva de un europeísmo casi ecuménico continuará siendo el festival de Eurovisión.