Tras las movilizaciones llevadas a cabo contra la sentencia dictada en el caso conocido como La Manada, llega el momento de plantearse en frío el conjunto de reivindicaciones que subyacen tras las críticas, desmesuradas y desproporcionadas, contra un fallo judicial que poco o nada tiene que ver con los ataques recibidos. La respuesta en la calle a la sentencia, una vez leída y aunque no se comparta en el elemento de considerar que lo sucedido fue un abuso en lugar de una agresión, son ajenos a una sentencia que, porque así lo han considerado los magistrados, coincide con lo expuesto en las movilizaciones, siendo éstas, por tanto, fruto de una manipulación colectiva tras las que subyace, dada la farsa que las envuelve, una pretensión ilegitima, rechazable y peligrosa.

Llega el momento de plantear si es procedente una reforma del Código Penal que califique como agresión sexual (violación), todo atentado a la libertad sexual de la mujer, con independencia de que en el mismo concurran los elementos clásicos de la violencia o la intimidación. Una decisión no sencilla, pues supone romper con la regla de la proporcionalidad, pero asumible desde el punto de vista de su constitucionalidad.

No obstante, la reforma penal no significa que la cuestión procesal sea fácil y que haya que aceptar paralelamente una reforma legal, oculta tras las exigencias de algunos grupos feministas radicalizados, que invadiría el núcleo irreductible de ciertos derechos fundamentales que, al formar parte del sistema de protección internacional, nunca pueden ser reducidos o suprimidos, ni siquiera en los casos de mayor gravedad.

La voluntad de la mujer, naturalmente, es el elemento central alrededor del cual gira la determinación de existencia de un acto de agresión o de una relación sexual consentida. Y ahí reside la dificultad de valoración de cada hecho, en el caso concreto, sin más elementos de apreciación que las pruebas existentes. Y pruebas que han de valorar los jueces, no instancias indeterminadas, ni mediáticas, ni de grupos de presión de cualquier naturaleza.

Es obvio que cuando la voluntad o su ausencia sean expresas o evidentes y se prueben, no habrá problema alguno. La cuestión se complicará cuando, como sucede ordinariamente al tratarse de delitos cometidos sin publicidad y con la sola asistencia de la mujer presuntamente agredida y el varón, las versiones sean contrapuestas. La condena dependerá de la valoración de hechos contradictoriamente expuestos y de elementos anteriores, coetáneos y posteriores, de gran complejidad. Porque, en este ámbito de las relaciones íntimas y aunque algunas tendencias parecen exigirlo contra la realidad, no se firman contratos, ni se llega a acuerdos que constan de modo fehaciente. Todo es más espontáneo y natural.

Y ahí entra en juego la reivindicación de ciertos grupos feministas que quieren introducir en el enjuiciamiento de estos hechos una inconcreta perspectiva de género, cuya inclusión normativa, en la forma expuesta, es y debe ser considerada inconstitucional.

Perspectiva de género significa aceptar la diferente relación entre hombres y mujeres, histórica, que entraña una desigualdad entre ambos y que tiene como consecuencia ciertas discriminaciones que se deben corregir para alcanzar una debida igualdad.

Procesalmente, sin embargo, este principio general no puede traducirse, como se demanda cada vez más insistentemente, en admitir una inversión sustancial de los principios esenciales sobre los que se asienta el proceso y, de esta manera, abrir la puerta a un retroceso secular, al pretérito sistema inquisitivo, caracterizado por la consagración como reglas de prueba de máximas de la experiencia tasadas y absolutas. Y una de ellas, entonces, consistía en la negativa de todo valor probatorio a la declaración de la mujer por el hecho de ser mujer. Que se conceda ahora un valor privilegiado a las manifestaciones de la mujer por ser mujer y se consideren las del hombre de peor calidad por ser hombre constituye una manifestación inquisitiva, inconstitucional e irracional. Una vuelta a tiempos ya superados que, parece ser, se han reconvertido en modelo a imitar.

Que en una agresión sexual la mujer se encuentre en una situación de inferioridad, no puede hacerse equivalente a que tenga menos recursos para probar los hechos. Superioridad en la acción no significa menores posibilidades de probar, pues la prueba es igual de compleja para ambas partes cuando cuentan con los mismos medios. Y estos son similares para ambos.

No es perspectiva de género, sino exceso inadmisible, partir de una regla general y aplicarla automáticamente invirtiendo la carga de la prueba. Entender la superioridad del hombre y, por tanto, en todo caso, creer a la mujer por el hecho de ser mujer y considerarla agredida siempre y obligar al hombre, por el hecho de ser hombre, a que pruebe su inocencia y una conducta ajena, la de la mujer presuntamente agredida, supone, además de una violación patente de la presunción de inocencia, derivar hacia el hombre, por el hecho de ser hombre, una prueba diabólica e imposible.

Educar en perspectiva de género exigiría previamente acotar esta definición y acomodarla al sistema de derechos fundamentales vigente. Mucho costó llegar aquí y todos nos hemos beneficiado de los avances. Destruir ciertos principios innecesariamente para atribuirse privilegios, no puede ser asumido, antes al contrario, rechazado con todo el rigor que sea necesario.