Entre los pensadores y teóricos de la política son muchos los que se preguntan cómo es posible que frente a un mundo crecientemente acelerado, en que las innovaciones técnicas en los diferentes ámbitos están cambiando los supuestos de la convivencia, y donde lo exterior, es decir, los procesos globales, determinan como nunca antes los asuntos locales, el esquema de la política sigue siendo muy parecido al que se creó hace más de doscientos años.

Cabe preguntarse, ante la falta de sentido actual de los conceptos que nos ayudaron a entender el mundo en que vivíamos, si están o no surgiendo otras ideas, y si, en definitiva, somos capaces de producir innovación política a la altura de los retos que se nos presentan. Por ahora, lo único en que parece que hay coincidencia es que lo permanente es el cambio, el cambio de la realidad.

El mundo del pensamiento político nos proporciona hoy más interrogantes que soluciones, cuando lo que hace falta es sentar las bases de una democracia compleja que dé repuestas a los obvios desafíos del cambio climático, la inestabilidad de los mercados financieros y las consecuencias de la robotización. Alrededor de estos desafíos, que están ya alterando los supuestos políticos que considerábamos seguros, se anudan peligrosamente respuestas autoritarias, xenófobas, tecnocráticas y populistas que amenazan con liquidar cualquier planteamiento razonable de democracia.

¿Podemos esperar innovación política, nuevos instrumentos que nos permitan afrontar el mundo que viene, o mejor, el que ya está aquí? Hoy se discute sobre si los sistemas políticos serán capaces de responder a la necesidad de una democracia sostenible, que tenga en cuenta, primero, la inclusión de los vecinos, es decir, la necesaria colaboración transnacional, porque aislados, somos más débiles. Segundo, una democracia intergeneracional, que es tanto como decir la inclusión de las futuras generaciones en un proyecto compartido. Y, desde luego, la inclusión de la naturaleza, como un bien en sí mismo, del que todos somos dependientes.

La realidad, esa extraña pero significativa palabra que nos sirve para contrastar cualquier proyecto, no hay que tomarla sin más como un continuo sino, más bien, como un proceso cuyo motor es el conflicto, pero también el acuerdo, el compromiso, la posibilidad de entendimiento. No es concebible una política a la altura de los tiempos sin tener en cuenta la existencia de los innumerables conflictos que nos afectan, pero sin olvidar tampoco el requisito del acuerdo.

Uno de los problemas más agudos que la realidad actual pone de manifiesto es la moralización del conflicto, la moralización de los problemas, la tentación de abordar los conflictos como una suerte de lucha existencial entre buenos y malos, entre el bien y el mal. Por esta vía, lo único que cabe esperar es la satanización del adversario, llevando el nivel de las instituciones y de la democracia, no a una senda de innovación, sino al retroceso medieval. Hay mucho que hacer frente a estas patologías de la política, tan acusadas hoy en día.

Alguien ha dicho que la democracia parte del supuesto de que no conocemos lo suficiente, que combatimos colectivamente esa ignorancia con instituciones que permiten tanto el conflicto como la cooperación. Pero no nos engañemos: la perspectiva moralista es totalmente inapropiada para entender y gestionar los asuntos complejos, donde la decisión es la interacción entre los elementos. No nos empeñemos en moralizar los asuntos públicos. Hace falta innovación, sí, pero una innovación que nos permita mantener a flote y fortalecer la capacidad estratégica de la política.