Las sentencias no las dictan los ciudadanos espoleados por una instintiva repulsa y por una justificada indignación ante un hecho gravemente ofensivo al más elemental sentido de justicia. La imagen de cinco salvajes agrediendo físicamente a una joven, usándola como un simple objeto para satisfacer desatados impulsos libidinosos, provoca asco y repugna la conciencia social.

Y aun así, en un Estado de Derecho la culpabilidad y la pena correspondiente al delito cometido la determinan, única y exclusivamente, los tribunales. Son los jueces los encargados de aplicar la ley (esa sí, fruto de la voluntad popular) y de dictar la sentencia. Y este principio, entraña misma de la democracia, no admite excepciones.

Las sentencias no las dictan los medios de comunicación, ni las redes sociales. La crucial función que les corresponde en una sociedad libre y abierta, no es ésa precisamente. En un Estado democrático, la justicia no se imparte con base en los titulares de la prensa, ni en los truculentos sucesos que abren los informativos de las emisoras de radio o los de las cadenas de televisión; ni tampoco se dictan con base en la opinión de los trending topic de Twitter. Solo de los hechos (demostrados con pruebas en el juicio) y de la correcta aplicación de la ley, por los tribunales, brota la justicia legal, la única al alcance de una sociedad civilizada. Y este principio, tampoco admite excepciones.

Las sentencias no las dictan los líderes políticos, ni los que persiguen el rédito electoral excitando los instintos, y con ataques irresponsables a nuestro sistema de justicia penal; ni los que, asustados por las encuestas y por la lógica reacción social, buscan el voto proponiendo una inmediata reforma de la legislación («en semanas»), despreciando conscientemente el axioma de política criminal que desaconseja cambiar la ley mientras arden las pasiones; lo que propone el Gobierno no es legislar en caliente, sino legislar (así en esto, como en la extensión de la prisión permanente) en pleno incendio.

Sí, ya lo sé: escribo obviedades. Como advirtiera André Gide, todo está dicho, pero como nadie escucha hay que repetirlo todo cada mañana.

Así, pues, conviene repetir que, en un Estado democrático, las sentencias son revisadas y, en su caso, corregidas por los órganos superiores. Esta, que hoy conmociona a la sociedad, todavía habrá de ser sometida al control y al raciocinio jurídico del TSJ de Navarra y al del Tribunal Supremo.

Aguardar a la decisión final de los jueces, es lo propio de una sociedad madura.

A quienes nos representan (ya soy viejo, y creo que los políticos sí nos representan), cabe pedirles algo de mesura en las críticas a un Poder del Estado (una pizca de rigor, tampoco sobraría), y prudencia en la reforma.

No es buena idea intentar apagar la hoguera cubriéndola con el papel del BOE.