Por supuesto, es una sentencia, es decir, una resolución judicial que reúne perfectamente los requisitos exigidos debidos, motivada, congruente y estructurada y que aplica en un caso concreto una norma jurídica que preexiste en abstracto. Los jueces no actúan desde sus convicciones éticas, sino que deciden de acuerdo con un procedimiento establecido y con los códigos legales (incluyendo en su caso las correspondientes penas) que vertebran el ordenamiento jurídico del Estado. La intranquilidad por el desbordamiento pasional no es señoritismo ni ausencia de empatía. La apelación al pueblo, a la nación, a las mujeres o al partido como fuente instantánea de justicia o legitimidad es peligrosa. Una aguda sensibilidad ante la injusticia es individualmente admirable, pero ni la justicia, ni la verdad, ni ninguna forma de lucidez resulta de la suma de subjetividades o de una unanimidad emocional alrededor de un delito repugnante. Las leyes y los procedimientos reglados -y no la reacción noble o innoble ante lo justo o lo injusto- es lo que garantiza la convivencia democrática y los únicos espacios e instrumentos que, con todas sus limitaciones, errores, contradicciones y zonas oscuras brindan una oportunidad para la resolución racional de los conflictos y un camino para satisfacer las aspiraciones de justicia. Los de «La Manada» no han salido absueltos. Les han caído nueve años. Y la sentencia es recurrible y va a ser recurrida.

Las manifestaciones de rechazo a la sentencia contra los tipejos de «La Manada» no deberían dirigirse (tanto) a invalidar la sentencia de los magistrados, sino (sobre todo) a la desgraciada definición que diferencia en el Código Penal abuso sexual (abuso por prevalimiento) y a violación (agresión sexual por concurrencia de intimidación). En las últimas horas se han descalificado manifestaciones y protestas señalando su carga ideológica (ya se sabe, comunistas, feministas radicales y demás engendros semi mitológicos) pero nadie señala la carga ideológica inserta en esa distinción conceptual tan enrevesadamente grotesca entre violación y abuso. De manera que cinco individuos arrastran a un portal a una mujer y contra su voluntad -tal y como establece la sentencia- le restriegan e introducen una y otra vez sus penes pero sus señorías encuentran que no la han violado, sino que han abusado de ella, porque la víctima adopta una actitud pasiva y resignada. Es una distinción masculina. Es intolerable, estúpido, bochornoso, suponer que te pueden violar sin intimidarte, sin forzarte, sin dañar su intimidad física, psicológica y emocional. Hace muchos años, en otro país, conocí a una mujer a la que habían violado después de suministrarle un narcótico. Había pasado mucho tiempo desde entonces y todavía recuperaba los pedazos de su vida.

Lo que debe exigirse, por tanto, es una reforma del Código Penal. En estos y otros asuntos. Y pedagogía en las escuelas y centros de secundaria. Y más medios profesionales y tecnológicos en los juzgados, incluyendo el incremento de Fiscalías Especiales de Violencia Machista. Y todo eso obliga, obviamente, a la concentración de voluntades políticas y electorales para un cambio en las Cortes y en el Gobierno. No, el problema no son magistrados que dictan sentencias discutibles y discutidas, sino de los urgentes cambios políticos, legislativos y educativos que necesita el país.