El dilema de enfrentarse a dos males sin escapatoria posible, con escasas probabilidades de salir indemne, permite ilustrar la tesitura en la que se encuentran dos prominentes ministros del gobierno de Rajoy y, por extensión, el propio presidente.

Uno, es el responsable de Hacienda, Cristóbal Montoro, con sus devaneos a propósito del uso de dinero público en el referéndum de octubre. El otro, es el ministro de Educación, Íñigo Méndez de Vigo, que deberá responder ante la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo sobre la obligación de garantizar un porcentaje mínimo de clases en castellano en los colegios públicos catalanes.

En el atolladero de ser transitoriamente responsables de peculios y escuela, respectivamente, ambos han de rendir cuentas sobre el idioma común y la gestión de dinero público en Cataluña. Ardua situación la de tener que dar explicaciones sobre las malversaciones que debían impedirse y sobre la desatención de los derechos lingüísticos que debían preservarse.

Dilema diabólico es. Si optan por defender sus gestiones al amparo de artículo 155, no podrán reconocer errores o dejadez en el control del gasto público o en el reconocimiento del derecho a estudiar en la lengua común. Es «vox populi» la relegación del castellano en las aulas y el empleo de dinero público en el proceso soberanista. Habida cuenta de ello, las explicaciones ministeriales «pro domo sua», resultarían mendaces.

Si, por el contrario, reconocieran cierta dosis de culpa, estarían asumiendo su incapacidad para afrontar la gestión de dos problemas arduos, de consecuencias gravemente perjudiciales para el interés común; en definitiva, reconocerían un comportamiento negligente, por acción o por omisión, en el desempeño de sus respectivas carteras ministeriales.

A buen seguro, en este trance, cada cual a su manera, esgrimirá argumentos falaces para persuadir a los crédulos.

Las penúltimas declaraciones de Montoro sobre la inexistencia de malversación, además de aventuradas, contradicen las pruebas recabadas por el magistrado Llarena -despojo de fondos públicos, decía su señoría-, y son esgrimidas por los procesados para negar el ilícito. Para salvar su honor, y quien sabe si tal vez los presupuestos, el ministro, impenitente controlador del gasto, niega cualquier desvío indebido, convirtiéndose en el improvisado abogado de aquellos cuyas cuentas ha de fiscalizar. En estos últimos días, ha matizado la rotundidad de sus afirmaciones, al aceptar la posibilidad de que existieran «facturas falsas».

Sea como fuere, ha quedado patente un inusitado enfrentamiento entre el ejecutivo y el Supremo, abriendo en canal la instrucción del proceso independentista.

Dos monstruos marinos, Escila y Caribdis, acechaban a los navegantes en el estrecho de Mesina. Emboscados en las rocas, hacían zozobrar embarcaciones y engullían marineros sin piedad. La travesía del propio Ulises se vio amenazada y muchos navegantes perecieron devorados por el monstruo. Sobre el mástil de su nave naufragada, el capitán salvó finalmente su vida aferrándose a una higuera.

Como navegantes entre Sicilia y Calabria, el gobierno está amenazado. La falsedad o la negligencia a la que se ven abocados los ministros son como los monstruos de los escarpados acantilados que atenazan sus movimientos. Si huyen de Escila, los engullirá Caribdis, y viceversa.

En este momento crítico de la travesía popular, otro árbol, tal vez una higuera, que ahora blasona el partido en su logotipo, quizá sea el asidero de Rajoy para mantenerse a flote hasta el final de la legislatura; la última esperanza de reanudar el viaje hacia la sucesión, como Ulises, con la tripulación diezmada.

En política, como en la vida, nada hay tan real como el mito.