Cada vez que algún político de la capital sale de turné por los pueblos y las ciudades de la provincia se ha de enfrentar sistemáticamente a la misma pregunta: ¿qué demonios pasa en Alicante? La respuesta a este interrogante suele ser una enrevesada descripción de sutilísimas maniobras políticas, de juegos de poder entre las familias ideológicas de los diferentes partidos, de oscuras jugadas a siete bandas y de historias sobre enconadas rivalidades personales que se remontan a los tiempos del Naranjito. Por muy buena voluntad que ponga el autor de estas explicaciones, su interlocutor suele quedarse más o menos igual que estaba antes de hacer la pregunta: con un enorme caudal de información inútil, pero sin saber realmente las causas que han convertido a Alicante en una ciudad indescifrable, instalada en una situación de conflicto político permanente.

En Alicante los sucesos extraordinarios forman parte de la normalidad política cotidiana, da igual el color del partido que gobierne la ciudad. Alcaldes del Partido Popular envueltos en casos de corrupción de repercusión nacional obtuvieron en su día repetidas y sonadas victorias electorales, como si tuvieran el expediente más limpio que una patena. Los pactos de izquierdas ?que funcionan relativamente bien en la Generalitat Valenciana y en decenas de ayuntamientos de todo el país- se convierten aquí en una jaula de grillos y acaban reventando hasta dejar un sangriento rastro de víctimas políticas y de ciudadanos decepcionados. Aunque logró gobernar el Ayuntamiento después de 20 años de sequía, el PSOE local sigue empeñado en su particular cruzada de autodestrucción y una vez conseguido el reto de perder la Alcaldía, su objetivo final es encontrar el mejor sistema para espantar a sus cada vez más escasos votantes y para cosechar unos resultados electorales que lo sitúen al borde de la irrelevancia. En Alicante, para que no falte de nada, la única concejala electa de Podemos (heredera del movimiento 15-M) es capaz de entregarle la Alcaldía a la derecha de toda la vida con una cinematográfica sonrisa de crueldad en los labios, mientras esgrime una batería de justificaciones que haría enrojecer de vergüenza al más cínico y curtido de los dinosaurios de la vieja política.

Puede que los alicantinos nativos se hayan acostumbrado a vivir en este estado de tensión política perpetua, puede que hayan desarrollado un sistema de autodefensa a la italiana, que les permite desarrollar sus vidas con normalidad y olvidarse de las espectaculares trapisondas que montan cada día sus gobernantes. Sin embargo, a los impresionables hijos de la periferia nos sigue escandalizando la situación de una ciudad, que mientras nadie diga lo contrario está llamada a ejercer la capitalidad provincial; o lo que es lo mismo, a tirar del carro de un enorme territorio situado entre las calas de la Marina Alta y las huertas de la Vega Baja. A la gente de Alcoy, de Orihuela, de Dénia o de Villena le sigue causando estupor levantarse cada mañana y encontrarse en las páginas del periódico el relato pormenorizado de los últimos desastres protagonizados por los dirigentes políticos de la primera ciudad de la provincia.

Alicante es una provincia compleja con graves problemas de vertebración, con territorios muy diferentes que miran a València, a Murcia o a Castilla la Mancha. La capital debería ser un punto de encuentro que sirviera para coordinar voluntades y para reforzar el sentimiento de pertenencia a un proyecto común. En vez de asumir ese papel integrador, el Ayuntamiento alicantino lleva décadas sumergido en una eterna bronca que le ha llevado a ignorar cualquier cosa que esté más allá de las fronteras del término municipal.

Alicante ha dejado de ser un modelo y una fuente de inspiración para el resto de las ciudades de la provincia y ya empieza a contemplarse como una fuente inagotable de problemas políticos de la que conviene mantenerse alejado. El desprestigio provocado por la continuada inestabilidad institucional de su Ayuntamiento ha tenido una consecuencia más importante de lo que parece: la provincia de Alicante tiene una capital que ha renunciado a ejercer la capitalidad.