En 2003 el Ayuntamiento de Elche aprobó una ordenanza que supuso un paso atrás en el derecho a la libertad de expresión, ya que, enmascarada en la ordenanza municipal de limpieza, se estableció la prohibición de repartir octavillas o folletos en la vía pública. Desde ese momento, la acción de ofrecer y aceptar una octavilla entre dos personas ha estado prohibida en nuestra ciudad, provocando en buena parte de la ciudadanía un sentimiento impropio de una democracia: miedo a ejercer libremente un derecho fundamental como es la libertad de expresión.

A veces (demasiado a menudo en los últimos tiempos) olvidamos que los derechos fundamentales no son algo otorgado por la Administración, sino que son inherentes a cualquier persona por el hecho de serlo. Una premisa en la que se sustenta la Declaración de los Derechos Humanos y que ha propiciado la inclusión de estos derechos en las constituciones de los estados considerados democráticos, como sucede en la Constitución Española. Pero no olvidemos que, para poder reconocer el estatus de «democrático» en un Estado, también es necesario que éste actúe como garante de los derechos fundamentales de su ciudadanía. No sólo parecerlo, sino serlo.

Sin embargo, hace ya bastante tiempo que en el Estado español se observa una peligrosa deriva que nos aleja de ese concepto de democracia real. Entre otras cosas, esto es así porque, utilizando de forma subjetiva argumentos como la seguridad, el orden público o, en nuestro caso, la limpieza viaria, se cercenan derechos fundamentales que constituyen la esencia de un estado realmente democrático. La conocida como «Ley Mordaza» es el máximo exponente de este retroceso, aunque no está sola ya que, desgraciadamente, normativas similares a la ordenanza de limpieza ilicitana salpican nuestra geografía (como, por ejemplo, en el caso de Alicante o Valladolid).

Se dan además situaciones kafkianas (o quizás más propias del «berlanguismo») como la que hemos vivido en Elche. Una ciudad en donde la misma semana que el propio Ayuntamiento organiza unas jornadas a favor de la libertad de expresión, y en las que el Gobierno municipal afirma públicamente que «están comprometidos con la transparencia» (que le pregunten a la plataforma Salvem el Mercat sobre los problemas para acceder a ciertos documentos) y «la libertad de expresión», el Síndic de Greuges insta al Gobierno ilicitano a hacer caso a las demandas ciudadanas y a retirar de la ordenanza municipal de limpieza los artículos que vulneran la libertad de expresión. Y, por si fuera poco, con su alcalde ostentando el título de presidente de la Red de Entidades Locales por la Transparencia y la Participación Ciudadana. Ahí es nada?

Naturalmente, la responsabilidad directa de la existencia de una normativa tan beligerante con nuestros derechos fundamentales recae en todos y cada uno de los partidos de la Corporación municipal, bien sea por acción o por omisión. Pero esto no puede hacernos olvidar que la ciudadanía también tiene buena parte de responsabilidad, pues es su actitud pasiva la que permite que se vulneren estos derechos. Una actitud que viene motivada por la pereza intelectual que nos han ido inoculando durante demasiado tiempo. Una gandulería que nos hace ver la búsqueda de información al margen de los medios de comunicación de masas, la lectura y la reflexión como una tarea titánica, inalcanzable. Ello nos convierte en una sociedad domesticada, al gusto de los gobernantes, y en donde prevalece el pensamiento único.

Como dijo nuestro querido José Luis Sampedro, «sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no sirve de nada». Y quizás por este motivo la libertad de expresión no le preocupa a casi nadie en este país.