¿De verdad ha dimitido, perdón renunciado, Cristina Cifuentes por una presunta tentativa de hurto? Un mes y cuatro días después de que se destapara la trama falsaria de su no máster, de arrastrar por el fango a la universidad, de mentir con una sinceridad nunca vista, nada había conseguido que dejara de avergonzarnos a todos. «No me voy, me quedo, voy a seguir siendo vuestra presidenta» repetía con ese retintín pijo chulesco tan propio de los populares, sobre todo cuando se les pilla con el carrito de los helados.

Mi consternación es absoluta no sólo porque me sorprenda sobremanera el escaso glamour de las cremas involucradas, sino por el trato que mereció la señora diputada en esa delicada situación. Hace unos años asistí en el turno de oficio a una detenida de etnia gitana, diagnosticada además de cleptomanía, que tenía fijación por el hurto de champús en los supermercados. Ella también negaba haber cometido el hurto, y a pesar de que su familia se ofrecía a abonar el coste de los productos sustraídos, terminaba inexorablemente detenida, pasando horas en el calabozo hasta su puesta a disposición judicial. Poco importaba que por cuantía fuera sólo hurto y después quedara en libertad. ¿Por qué a una rubia bien vestida, alto cargo político, se le permitió marcharse sin más? Y yo que seguía confiando en el derecho fundamental a la igualdad ante la ley.

Hablando de catadura moral de los dirigentes del Partido Popular el error invencible de meterse unas cremas en el bolso se queda a la altura del betún si lo comparamos con las declaraciones públicas del nada más y nada menos que ex presidente de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa y senador español, Pedro Agramunt. En el más clásico estilo de la burrera valenciana dos botes de crema, por muy regeneradoras que sean, palidecen ante la expresión del anhelo de tener capacidad física para disfrutar de la compañía de varias prostitutas, como apuntaba el informe del Consejo de Europa que ha investigado las amistades peligrosas azerís de este machista y retrógrado espécimen.

Visto lo visto, hay dos realidades insoslayables: una, los cargos públicos del Partido Popular aún siguen demostrando su capacidad para alcanzar las más altas cotas de corrupción en todos los ámbitos de la vida, desde un supermercado de Vallecas hasta unas elecciones en Azerbaiyán, y dos, que cuando Mariano Rajoy utilizó la expresión «¡Joder, qué tropa!» para referirse a los suyos se quedó muy corto.