En realidad no tuvo nada de original el instante en el que Nerea Belmonte se aproximó a la mesa del pleno donde estaba colocada la urna sabiendo que todos sabían que ella sabía que era su momento histórico y, con el rictus de la venganza pintado en el rostro, se dio la vuelta para mostrar ante las cámaras la papeleta en blanco que mandó de nuevo a la izquierda de Alicante al duro desierto. Ya antes que ella otros han pasado por los mismos segundos calados de tan efímera gloria. Lo hizo en Benidorm el expopular José Bañuls para enviar al PP a galeras y aún antes en Madrid Eduardo Tamayo para concederle al PSOE el mismo triste destino. Los tránsfugas: gente que con más o menos razón sienten que sus jefes políticos les han traicionado y cargado de oprobios, y que por ello rompen con todo, con el partido, los camaradas y la ideología de toda una vida. Nerea Belmonte: militante de Podemos, luchadora contra los desahucios, savia nueva del 15-M que de pronto ya no distingue más bosque que su odio contra Pavón y deja que el PP, su atávico enemigo, acceda al poder. No justifico a Pavón. Es que no entiendo a Belmonte: confieso que me sigue asombrando ese clic mental por el que de pronto alguien traiciona su biografía, atrae hacia sí las más oscuras sospechas y cambia el destino de una ciudad a causa de unas frustraciones personales. Sí, Belmonte ha pasado a la historia, pero por nada que sea bonito recordar: simplemente para sumar el belmontazo al bañulazo o al tamayazo. Otra muesca en la simbología de ese fallo del sistema llamado transfuguismo. Lo demás, olvido. Levedad.
(Lo que no justifica que ayer en Alicante Ximo Puig no hiciera autocrítica alguna después de que el PSOE haya perdido esta Alcaldía a causa de cosas mucho más trascendentes que el belmontazo, quebrando así una oportunidad que sí era de verdad histórica. Bonita, incluso).
