Los filósofos Rousseau y Vico coincidieron en imaginar que los humanos dispersos en vastos territorios debieron concentrarse inicialmente en torno a las fuentes y los lugares de disponibilidad del agua. Allí debió iniciarse el contacto entre clanes que terminaría por dar lugar a las primeras aldeas y asentamientos estables.

Y es muy posible que las primeras vías con importancia comercial fueran los ríos, lagos y mares interiores, así como los caminos que se concentraban para cruzarlos. Como no hubo flujos comerciales relevantes hasta que surgieron las ciudades, es muy posible que esas encrucijadas entre vías acuáticas y terrestres coincidieran en las ciudades, cerca de ellas o uniéndolas. Pocas construcciones encarnan el predominio terrestre sobre lo acuático como los puentes, y tal vez por ello en Roma los césares fueran llamados «pontífices», es decir, constructores de puentes.

El Nilo en África, el Tigris y el Éufrates, el Volga y el Ganges, el Mekong y el Yangtsé o el río Amarillo debieron concentrar gran parte del naciente transporte de mercancías. Y con la navegación a vela, otro tanto debió ocurrir en los grandes mares interiores como el Caspio, el Pérsico o el Mar Rojo y el Negro. Pero en nuestra historia el primer mar que sirvió de centro del mundo fue el Mediterráneo. Mientras que todos los caminos condujeron a Roma, el mediterráneo fue el escenario de todo lo que tenía el carácter de lo mundial, y así fue por lo menos hasta Lepanto (1571).

Para Carl Schmitt España fue la última gran potencia terrestre que ganó sus batallas navales gracias a la infantería de marina, pero no a las artes propiamente náuticas y artilleras que encumbrarían a su cúspide el dominio británico de los mares con centro en el Atlántico. Y es que desde que la ingeniería naval fue capaz de construir la carabela que hizo posible el descubrimiento de América, el Atlántico estaba destinado a atraer el centro del mundo desplazándolo hacia el oeste. Durante más de tres siglos las rutas trasatlánticas y los países que las concentraban han sido las más poderosos del mundo y han hecho del Atlántico su espacio principal.

Esa centralidad atlántica ha servido también de escenario para el desarrollo de las grandes vías aéreas de transporte surgidas en la segunda mitad del siglo XX. Desde el descubrimiento y fabricación de los motores de reacción y el desarrollo de la aeronáutica, la velocidad de la navegación aérea ha desplazado a la marítima. Así que para el transporte de personas hace tiempo que el mundo entero está en contacto a través del aire y su circulación: la aeronáutica ha convertido a la atmósfera en el océano «periterráneo» cuyo litoral es el conjunto de los territorios del planeta. Las otras orillas allende del espacio todavía resultan apenas avistables y dependen del desarrollo de la astronáutica.

Con todo, la entrada en el siglo XXI ha supuesto también el desplazamiento del Atlántico en favor del Pacífico, al menos en lo que se refiere al número de toneladas e importancia de los intercambios comerciales. El mundo y lo mundial ya no se concentra entre las riberas atlánticas y sus naciones, sino que ha proseguido su desplazamiento hacia el occidente más allá de Occidente. Por eso, Europa empieza a estar a la espalda de América que cada vez más mira hacia los países de la puesta del sol.

Es muy probable que de las nuevas potencias del pacífico proceda el declive de la centralidad norteamericana. Pero ese proceso todavía no está consumado y, en cualquier caso, cuando tenga lugar no será una sustitución de la misma índole que las anteriores porque la idea misma de «centro del mundo» es ya problemática o, más exactamente, anacrónica. De hecho, en 2015 el valor de los flujos de datos internacionales superó por primera vez el valor del comercio mundial de mercancías. Así que casi al mismo tiempo que el Pacífico desplazaba al Atlántico por número de toneladas transportadas, el espacio mismo se volatilizaba como ubicación del centro mundial del comercio en favor de las redes informacionales con soporte electrónico.

La aciaga destrucción física del World Trade Center, inauguró una época nueva en la que el mundo entero es una red multicéntrica de comercio donde la información supera en valor a las mercancías físicas, y la electrónica a la geografía como escenario de transacciones comerciales. Nada de ello habría sido posible sin el lejano descubrimiento y la manipulabilidad de la electricidad, y el portentoso desarrollo de la informática en el último tercio del siglo XX.

Desde entonces, nos ha pasado lo que a los cartógrafos del relato de Borges, que hicieron un mapa tan extenso como el territorio que representaba. Aquellos cartógrafos no pudieron evitar que la representación de la realidad se la ocultara. Pero para nosotros el mapa no solo se ha convertido él mismo en territorio, en un entorno más, sino en el más extenso, decisivo y transitado de los «espacios», al menos desde el punto de vista informacional y económico.

En ese nuevo mapa hecho de redes electrónicas, los signos producen lo que significan, lo que implica un nuevo poder para interferir en todos los demás procesos, ya sea económicos, militares, informativos o políticos, incluidos los electorales. De ahí la nueva piratería internáutica y las patentes de corso que obtiene de potencias con aspiraciones de predominio global en este nuevo océano electrónico.

Que la representación de la realidad haya pasado a formar parte de la realidad significa que cada vez nos movemos más entre símbolos que entre realidades físicas o extravirtuales, como si el texto se hubiera convertido no ya en un lugar real, sino en el más real de todos los lugares en donde vivir y disputar por el poder y la riqueza. De ahí esa nueva modalidad de guerra electrónica consistente en hacerse con el texto en el que lo que se escribe se convierte en real. El mundo y el poder se ha convertido en un asunto de textos y mapas que producen lo que significan.