Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Tribuna

Un llamamiento a la movilización

Extracto de la conferencia del expresidente del Consell ayer en el Ateneo de València

En España ser político siempre ha sido una profesión de alto riesgo. A los expolíticos que hemos tenido alguna responsabilidad de gobierno alguien nos denominó como jarrones chinos y cualquier aparición nuestra supone (no acabo de comprender porqué) una referencia incómoda para los dirigentes del momento.

Otras sociedades más avanzadas que la nuestra, en lo que se refiere a la conciencia cívica y democrática, valoran las reflexiones que se hacen desde la experiencia desinteresada como una aportación necesaria para la buena marcha de sus comunidades.

Es más, no es que la acepten con educación, es que la demandan por el valor que tienen.

Soy consciente de que para algunos mi recuerdo ha sido algo permanente (lamentablemente en ocasiones, mucho más entre quienes menos le quiere a uno).

Por eso deseo comenzar mi intervención recordando algo que por obvio no deja de ser importante:

Dejé la política, en cuanto a mis responsabilidades de Gobierno se refiere en la Comunidad Valenciana, el 10 de julio de 2002, es decir, dentro de unos meses hará 16 años y lo hice por convicción.

Por convicción, porque creo que los compromisos con los ciudadanos hay que cumplirlos y yo había empeñado mi palabra de que solo estaría ocho años como presidente de la Generalitat.

Pero también porque entonces creí y lo sigo haciendo, que ocho años son suficientes para impulsar los proyectos que uno cree que son buenos y positivos para su Comunidad.

Uno a los cargos debe llegar con ideas y con equipos, yo tuve los dos, y en esos casi ocho años creo que ha sido la época de mayor transformación de la Comunidad de Valencia en su historia reciente. Me siento muy orgulloso de quienes me acompañaron en aquella etapa, y de lo que se logró, aunque luego la vida separase muchos caminos hasta límites que todos ustedes conocen bien.

Pero los proyectos deben tener fecha de caducidad y, desde mi punto de vista, ahora que se habla tanto de medidas de regeneración política, esa es la principal, y por eso yo empeñé mi palabra que dejaría el mío y lo cumplí.

Tuve luego responsabilidades en el Gobierno de la Nación y posteriormente como portavoz parlamentario del Partido Popular en el Congreso.

En marzo de 2008, hace ahora una década, dejé la política y he pasado a un sector desde el que he sido testigo en primera línea de un cambio tecnológico en nuestra sociedad que se ha venido a denominar como la cuarta revolución industrial.

Aunque mis responsabilidades eran otras, por cariño a esta tierra y por responsabilidad cívica, he seguido con atención los acontecimientos que se fueron produciendo, aunque es sabido que apenas me pronuncié.

Creo que la más llamativa de mis escasas declaraciones se produjo en 2010 cuando afirmé que me daba mucha pena lo que estaba sucediendo. En aquella ocasión, pocos me dieron la razón.

Hoy nadie duda de que esta tierra tiene un grave problema y creo que es un problema que va mucho más allá de la clase política.

Sé que es un recurso fácil arrojar la responsabilidad sobre la clase política y hacer de ella la culpable de todo.

Subirse a la ola de la antipolítica es un recurso que no estoy dispuesto a hacer. Reivindico el noble ejercicio de la política.

Con ello, no quiero decir que los políticos de esta tierra no hayan tenido responsabilidad en que hayamos llegado al punto en que nos encontramos, y que a cualquiera le llena de preocupación, pero sí quiero afirmar que sus responsabilidades, por grandes que sean, no son las únicas.

Es más, creo que si se repasan las hemerotecas se podrá ver qué hacían y qué decían muchos mientras que esta Comunidad se deslizaba por una pendiente de la que todavía no ha sido capaz de remontar.

Ni se puede decir que las responsabilidades fueron de todos, porque eso es decir que no fueron de nadie, ni tampoco hacer de la política el chivo expiatorio de quienes también pudieron haber hecho las cosas de otro modo y renunciaron a ello.

Vivimos una etapa de crisis política de una magnitud sin precedentes.

Esto no es algo exclusivo de esta tierra ni de este país. Gran Bretaña optó por el Brexit en una de las decisiones más incomprensibles.

En Estados Unidos salió elegido Trump en contra de las élites de su partido y de todos los medios de comunicación.

En Francia hemos visto que dos partidos históricos ?el socialista y el conservador UMP- no pasaban a la segunda vuelta y ganaba un candidato sin partido, Macron, ante la seria amenaza que lo pudiera hacer Le Pen.

Alemania ha tardado meses en formar un gobierno y está por ver la duración que tiene. Italia no es previsible que lo tenga antes de verano.

Hay una quiebra en los partidos políticos que va mucho más allá de nuevos y viejos partidos o dirigentes. Ahí está el caso de Renzi en Italia, una estrella fugaz. En cambio, otros líderes maduros y sin partido, como Piñera en Chile, son capaces de convocar a los votantes. O lo mismo Macri en Argentina.

Esta crisis de los partidos es la principal causa de desafección de los ciudadanos que se extiende al conjunto del entramado institucional.

Creo que más que nunca en el pasado, hay un deseo por parte de los ciudadanos de todo el mundo de confiar en líderes auténticos, en líderes con los que se puedan identificar y líderes que consideren que sus preocupaciones son las que van a ocupar la agenda de Gobierno.

En cierto modo, es un cierto movimiento pendular. Después de la Segunda Guerra Mundial, los padres de la Unión Europea fueron también padres de un sistema político basado en dos partidos políticos y en instituciones sólidas. Era una reacción a lo que ocurrió en los años treinta. Ese modo de entender la política ha entrado en crisis y, hoy, las sociedades se están entregando a hiperliderazgos sin importar mucho qué llevan detrás.

Es una senda en la que nos hemos adentrado, que las redes sociales han acentuado y en la que sería bueno ser prudentes y reflexivos.

Para el caso de nuestro país, creo que han convergido tres elementos, a modo de tormenta perfecta, que ha hecho desencadenar una crisis sin paragón desde la transición a la democracia.

El primero de ellos, la crisis económica en la que de un modo abrupto millones de españoles perdieron su puesto de trabajo, llegando a casi cinco millones los parados. Su mayor fuente de ahorro, la vivienda, se desplomó, el sector financiero saltó por los aires, los recortes obvios de un Estado que vio disminuidos sus ingresos afectaron a todos los elementos de la sociedad.

Por último, y creo que más grave, se extendió esa idea, falsa, pero que en un momento pudo tener sentido, de que la generación de los hijos viviría peor que la de sus padres.

Es decir, se dejó de confiar en el futuro. Creo que es uno de los lugares comunes que más daño ha hecho y que más letal ha sido en la autoestima de los españoles.

En segundo lugar, el descrédito de la clase política fue enorme cuando al mismo tiempo que todo esto sucedía, se conocían toda una serie de operaciones judiciales contra la corrupción, que ?con todo lo reprobable y censurable que esto es- en ocasiones el ruido mediático era superior a la realidad de los hechos. No le pienso quitar un ápice de importancia a algunos escándalos, pero sí digo, que todos no tienen la misma magnitud y sin embargo la gente es incapaz ya de distinguir entre unos y otros.

En cualquier caso, la sensación de una generalizada falta de ejemplaridad afectó a todas las instituciones.

Además de sus responsabilidades concretas, la clase política adoleció de una capacidad de reacción que acentuó la crisis institucional.

Creo que si la clase política hubiera tenido una actitud más decidida y, sin rehuir responsabilidades, se hubieran restablecido complicidades con una sociedad necesitada de confiar en sus políticos, quizás el daño a las instituciones hubiera sido menor.

Asumir el discurso de los privilegios de la clase política hizo de excelente caldo de cultivo a las tendencias más antipolíticas y más críticas con la democracia.

El miedo se ha extendido en la clase política. Se busca el acomodo fácil en una trinchera determinada. La mera cortesía parlamentaria, por no hablar de una relación cordial con el rival, es sospechoso de fraude, engaño y falta de autenticidad. Eso es letal para la convivencia democrática.

Sinceramente, con independencia que se pueda pensar que los políticos de entonces fuesen mejores o peores que los de ahora, lo que sí creo es que la clase política de entonces se respetaba mucho más a sí misma que la de ahora.

En estos últimos años, los partidos han sido incapaces de proyectar ideas y proyectos políticos para superar ese deterioro y lo peor es que no se vislumbra que tengan capacidad suficiente para hacerlo.

Más bien al contrario, han prescindido del debate y de posiciones capaces de impulsarlas y se han convertido en elementos de descrédito para desgracia del sistema democrático en su conjunto y de ellos mismos a nivel colectivo y personal.

Basándose toda su estrategia en pedir disculpas por existir, por su pasado y con frecuencia por el presente? viendo cómo aceptan o incluso impulsan cualquier decisión que menoscabe aún más su posición, haciendo seguidismo de cualquier opinador, renunciando a la explicación de las cosas y al análisis y estudiando sus propuestas en base a que caigan bien o mal a una opinión pública cada vez más en su contra.

Los partidos han dejado de creer en sí mismos, y esto afecta especialmente a aquellos en los que ha descansado la gobernabilidad y estabilidad de España en los últimos cuarenta años, pero no sólo a ellos.

Llama la atención que ninguno haya sido capaz de presentar un proyecto político identificable de Comunidad o País con todo lo que ello conlleva.

Yo siempre he creído mucho más en los proyectos compartidos que en los liderazgos imprescindibles para impulsarlos y hoy me cuesta identificar, ni lo uno ni lo otro, en el actual escenario.

Junto a estos dos aspectos, un tercer elemento que caracteriza el actual malestar de nuestra sociedad es fruto de un cambio tecnológico, que no sólo ha ampliado espacios de debate político de modo exponencial haciendo surgir el fenómeno de los bulos y la postverdad.

La era digital ha cambiado la política pero, mucho más importante, está cambiando la sociedad y el ciudadano medio ve con incertidumbre el futuro que ya está aquí. Y lo está viendo el comerciante que ve cómo sus clientes compran en Amazon, el taxista que ve cómo Uber amenaza su puesto de trabajo, los trabajadores de los hoteles cuando otras plataformas captan clientes, el transportista cuando sabe cómo avanzan los vehículos autónomos o el abogado y el médico que ve cómo la robotización y la inteligencia artificial están cambiando sus profesiones.

El mundo está cambiando y da la sensación de que los políticos que están en primera fila ?de izquierda a derecha? no se están enterando. Todo esto requiere estudio y regulación.

Máxime cuando se dice que los puestos de trabajo se pueden automatizar, o también cómo la aspiración de tener un mismo empleo para toda la vida va desapareciendo y la competencia es tal que todos los márgenes se acortan y todos los sueldos se reducen.

Por eso es importante cuidar sectores como el turismo y la construcción, pero también invertir a fondo tanto en educación, en formación profesional y en formación permanente.

Y del mismo modo que el cambio tecnológico está provocando cambios profundos, también es una oportunidad para recalificar a todos estos jóvenes y adultos. Pero hay que ocuparse.

Con todo respeto, cuando como digo se está produciendo un cambio tecnológico de una envergadura descomunal, cuando, por ejemplo, en sanidad lo que se requiere es apostar por la robotización, la inteligencia artificial o la impresión 3D, que haya quienes se hayan atascado en lo que se hizo hace casi veinte años en Alzira, me parece directamente una pérdida de tiempo y demuestra la falta de visión y de proyecto a que me he referido en el inicio de mi intervención.

Esa decisión que es legítima estaba cantada, y ojalá acierten por el bien de los usuarios, pero da la impresión de que no es eso lo que se pretende, sino marcar barreras que no es lo que precisamente nos conviene, aunque sea a costa de no decir la verdad. No se ha revertido nada, la gestión ahora será pública en vez de privada, en un hospital que no existía, que ha sido siempre público y gratuito para todos.

Es una muestra más de cómo la Comunidad Valenciana sigue pendiente del pasado perdiendo oportunidades de ser una región líder en un mundo en transformación. Será el tiempo y los propios usuarios los que digan si la decisión de entonces o de ahora es más acertada, pero centrar en ello el debate es un inmenso error.

De lo que se debe tratar es de buscar la excelencia y de apoyar a unos profesionales extraordinarios que sostienen el prestigio de nuestra sanidad pública.

La Comunidad lleva años sin un proyecto claro que sepa y lidere su futuro.

Gastamos los esfuerzos en criticar al adversario, pelearnos con el pasado o buscar fantasmas sin encontrar el ideario propio y el rumbo que debemos poner.

Pero es verdad que para ese proyecto también hace falta realizar el relato de lo que aquí ha pasado desde que accedimos al autogobierno. Nadie lo hace y, lo que es peor, nadie tiene interés en hacerlo porque seguramente o no lo conoce o prefiere escabullir sus responsabilidades.

Sin esa base, los debates sobre financiación, vertebración, infraestructuras? siempre estarán mutilados y se convertirán en meros instrumentos de ataque y marketing sobre las formaciones políticas contrarias.

Reivindicaciones localistas, por justas que sean, no pueden sustituir a la necesidad de impulsar un proyecto para hacer de esta tierra un referente potente del Mediterráneo y de Europa, en un momento en el que montar una empresa requiere simplemente una buena conexión de Wifi. Nuestro futuro tendrá más que ver con nuestro liderazgo que con la reivindicación.

Por eso, sin ánimo de ser exhaustivo porque la cuestión nos llevaría larguísimo tiempo, me atreveré a contestar a la pregunta ¿Qué ha pasado aquí, en nuestra tierra, desde que accedimos al autogobierno?

No se trata de explicarlo todo, pero sí de depurar el ruido ambiental, limpiar el polvo de la superficie y hacer un intento de explicar lo que ha pasado y cómo puede evolucionar en lo que nos afecta.

? 1º) Que la expectativa de aquel proceso «en cuanto a tiempos» no se cumplió. La Comunidad Valenciana accedió al autogobierno junto con un grupo de CC AA intermedio que no alcanzaron el autogobierno a través del artículo 151, ni tuvieron que esperar los plazos muchos más lentos del 143.

?2º) Que fruto de aquel proceso la negociación de aquellas transferencias no fue la mejor para nosotros y algunos de nuestros problemas financieros los arrastramos desde entonces.

?3º) Que a pesar de estas deficiencias objetivas, aquellas decisiones fueron las lógicas que se debían adoptar, por nuestros gobernantes autonómicos y fruto de ello nuestros avances en todos los ámbitos ha sido espectacular.

?4º) Que hasta los inicios de la última crisis económica, de la que algunos advertimos públicamente con escaso eco (en el año 2008 dije que si no acometíamos reformas de calado, entraríamos en recesión, por lo que fui tachado de antipatriota) esta tierra mantenía una orientación razonable con sus diferencias políticas lógicas, según el color político del gobierno de turno.

Los pasos que se dieron fueron positivos y en su justo orden. Primero fue la recuperación de nuestro proyecto singular y el inicio del desarrollo de nuestras competencias.

A continuación vino nuestra evolución y posicionamiento propio. En ambos casos con un crecimiento y avance social evidente mejorando nuestra calidad de vida.

En el 2002, cuando abandoné la Presidencia, el nivel de deuda de la Comunidad Valenciana era el 10% del PIB (unos 7.000 millones de euros). No teníamos déficit y fruto de ello, los rating de deuda nos daban la mayor de las solvencias

Aquello duró mientras existieron proyectos políticos razonables y luego nos dedicamos más al marketing y a ocuparnos de lo que harían los demás y no de lo que debíamos hacer nosotros.

En lugar de creer en nosotros mismos, se desataron todos los complejos hacia nuestro vecino del norte.

En lugar de seguir abriéndonos para seguir siendo más líderes, nos comenzamos a cerrar y quisimos ser «no menos que nadie» para terminar desdibujándonos y convirtiéndonos en invisibles.

En lugar de aprovechar la herencia recibida para seguir modernizándonos «hubo una embriaguez colectiva?», giramos sobre nosotros mismos sin proyecto claro en una deriva hacia la irrelevancia.

Hoy, la Comunidad tiene otro gobierno, pero no alcanzo a saber cuál es su rumbo.

Con todos los respetos hacia todo el mundo, creo que carecemos del pulso político que requieren los tiempos actuales.

Mi partido ha renunciado a tener un relato sobre qué ha aportado a esta tierra desde 1995 y sin saber bien de dónde vienes (asumiendo los errores que haya que asumir y resaltando los logros obtenidos) es muy complicado explicar bien a dónde quieres ir.

El PSOE está limitado por su pacto y la falta de empuje de sus siglas a nivel nacional.

Ciudadanos, en una gran coyuntura, presenta un cierto desconocimiento del ADN de esta tierra.

Podemos está diluido por el gobierno y por no formar parte de él en una amalgama de radicalismo ideológico.

Tampoco desde la sociedad civil se vislumbran iniciativas para mostrar propuestas y empujar a cambios imprescindibles.

Desde hace demasiados años se ha estado más pendiente de acomodarse al que llegaba como mal menor y no de mostrar independencia y libertad de criterio (las fotos que uno contempla en la actualidad, suelen ser muy parecidas a las de antes de llegar yo a la Presidencia).

Profesores universitarios, periodistas, emprendedores, asociaciones, deben salir al espacio público no para defender sus pequeños nichos como si estuviésemos en una sociedad corporativa en la que uno solo se ocupa de lo suyo, sino presentar sus propuestas para el conjunto de la sociedad y para el futuro. Y debemos hacer que los que han perdido el interés lo recuperen.

Eso fue la transición, que universitarios como Broseta, o empresarios como Ferrer Salat, o innumerables periodistas, juristas o profesionales de todo tipo, se complicaron la vida desde muy diversas concepciones ideológicas pero con ideas claras sobre por donde orientar el futuro de nuestro país y de nuestra Comunidad.

Por eso, surge la pregunta más complicada sobre: ¿Qué hay que hacer?

En primer lugar, dejar debates del pasado y hacer de la transformación digital y sus consecuencias el primer punto de la agenda política. Es decir, no perder el tiempo y asomarse a lo que está sucediendo.

Segundo, creo necesaria una reforma de la Constitución, no para reabrirla en canal sino apuntalar lo que necesita ser apuntalado. A la vez que dar una salida a la compleja situación en la que nos hemos metido. En Alicante, hace cuatro años, ya lo defendí, como también aseguré que en esta nueva etapa ya no valía ni la vieja política ni los viejos esquemas, recibiendo bastantes críticas, por cierto.

Creo que nos deberíamos dejar de debates esencialistas e introducir en la Constitución el principio de lealtad institucional que es algo que está en otras constituciones como la de Alemania. Lealtad del Estado con las autonomías, de las autonomías con el Estado y de las autonomías entre sí.

No soy partidario ni de la recentralización de competencias ni del cantonalismo de los derechos de autodeterminación. La soberanía nacional debe corresponder al conjunto del pueblo español, como se pactó en el artículo 2 de la Constitución.

Creo que debe existir un cierto criterio de eficacia en el reparto competencial, no tener miedo a la descentralización pero, al mismo tiempo, evitar la tentación localista.

Ahora bien, crisis políticas como la de Cataluña no se solucionan con el Aranzadi. Como se demostró entre 1977 y 1979, el BOE y el Aranzadi fueron la culminación a complicidades imprescindibles entre quienes políticamente y generacionalmente estaban mucho más distanciados que lo que pueda suceder ahora.

Hoy, como entonces, la concordia es posible y al final es lo que desea la mayoría de la sociedad. El futuro de todos no puede quedar en manos de la minoría que considera que cuanto peor, mejor. No se trata de mirar para otro lado, ante los evidentes desafíos que se han producido, pero sí de mirar adelante.

No hay que tener miedo a afrontar cuestiones complejas como las de carácter identitario. Las lenguas están para comunicarnos no para enfrentarnos. Una tierra como la nuestra con al menos dos lenguas, debe verlo como una riqueza y no como un medio de enfrentamiento, división o imposición de programas ideológicos.

La educación debe estar para impulsar la formación de jóvenes y adultos en un momento en el que están surgiendo profesiones nuevas y existen puestos de trabajo sin cubrir por falta de capacitación de los jóvenes. La Educación no puede ponerse al servicio de proyectos de ingeniería social a costa de los derechos y libertades de las familias.

Corremos el riesgo de que la aventura (que abrimos aquí) de reforma de Estatutos, no sé muy bién para qué, aunque sí sus consecuencias, se conviertan en un bumeran contra del autogobierno y me preocupa que nadie lo defienda y se mire a Madrid sólo para pedir y no para aportar y exigir un modelo autonómico con las reformas necesarias, que ha sido un éxito colectivo y lo debe seguir siendo.

Las infraestructuras siguen siendo un elemento importante de vertebración. Creo que algo hicimos en mi etapa para sacar a Valencia de un aislamiento secular y ahora toca impulsar, decididamente, otras igual de importantes que aquellas y no sólo por una cuestión económica y social, que también, sino por una cohesión imprescindible en un momento muy complejo en nuestra convivencia nacional.

Creo que hay que recuperar la ilusión y la confianza en nosotros mismos.

Creo que hay que hacer propuestas, tener ideas, presentarlas. Defenderlas. Creo que los partidos deben abrirse para que entre gente con ilusión y ambición, convocando a todos los que quieran sumar para mejorar las cosas.

Hace un siglo, Blasco Ibáñez primero, luego Machado, criticaron a la España que bostezaba y trataron de desperezarla con su ácida pluma. No lo hacían por pesimismo sino por sano patriotismo y en el caso del escritor valenciano con un profundo amor a nuestra región.

Eso es lo que me gustaría que volviera a surgir y si modestamente puedo aportar algo, lo hago. No sólo llamar la atención sobre lo que nos pasa sino animar a todas las fuerzas sociales de esta región a que se movilicen y asuman protagonismo.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats