Abundan las metáforas e imágenes sobre la política y el Estado. Algunas son estáticas, como el sistema solar, la pirámide, etcétera. Otras veces se resalta la imagen naturalista de la colmena, el hormiguero. Más recientemente se pusieron de moda las dinámicas comparaciones con el fútbol, el bazar, la selva y otras parecidas, que introducen reglas y argumentos. Pero entre las que han prevalecido a lo largo de los tiempos (y que fueron muy queridas para Borges), la más ajustada, la más expresiva, es sin duda la del teatro, de amplias resonancias clásicas.

El teatro reúne, en sus diferentes géneros, los ingredientes principales de una trama que reúne a actores y público para presenciar la representación (y no olvidemos a la crítica). Pero lo principal es el argumento que sale de la mente del autor, pues sin él, no hay obra que representar. El teatro, se ha dicho, representa la vida de la ciudad y es, como tal, político en sí mismo. De ahí su enorme potencial simbólico y su éxito como expresión del espíritu de una época que se revive en la sala, pero que resuena ampliamente en el exterior.

Si se puede hablar de crisis del teatro es, precisamente, porque se pone en duda la fuerza representativa que rige la escena. Según parece, hoy la gente no está muy dispuesta a sentirse representada, sino que prefiere erigirse directamente en el actor de su propio personaje, sin necesidad de sujetarse a un guion. Ni siquiera se conforma con ser personajes en busca de autor.

Siguiendo con las comparaciones, la época en la que se inició nuestro camino a la democracia tuvo resonancias épicas, un teatro nacional que se sustentaba sobre un guion ilusionante, actores expresivos y convincentes, y un público, no diré entregado, pero sí receptivo e interesado, que intervenía en la obra. Más adelante conocimos una etapa plácida en la que, establecido el guion, se desarrolló una comedia, con profusión de actores y predominio de la crítica, que ejercieron sus papeles.

Hoy nos encontramos en medio de un panorama desconcertante, desde un punto de vista escénico. Se descalifica a los actores, no sin motivos, pues hay que convenir que los actores del día no aportan la necesaria dimensión estética que hace del teatro lo que debe ser, una obra de arte. Por otra parte, una crítica desordenada, fragmentada y sin orientación conocida, como la que hoy prevalece, a menudo perversa y contaminada de falsos pretextos, tampoco ayuda. Pero lo que clamorosamente falta es un buen guion, un relato que permita que nos reconozcamos en él y que podamos seguir con interés. Sin guion no hay teatro, sin relato no hay obra, no hay política.

España se encuentra en una coyuntura especialmente crítica. Tenemos una Constitución, que es un ancla, desde luego, guía y medida que aporta seguridad. Pero la Constitución no es un relato, un proyecto; es todo lo más un marco donde poder desarrollar proyectos, lo que incluye su propia modificación. Cuando las costuras del Estados parecen saltar por los aires y dejan al descubierto la variedad de conflictos (alguno de ellos, como el conflicto en Cataluña, que amenaza la existencia del propio Estado) y que no encuentran fácil solución. Cuando la manera de afrontarlos es inercial, a base de recetas trilladas e inoperantes. Cuando las instituciones están bloqueadas y sometidas a sospecha desde diferentes frentes y por diferentes motivos. Cuando todo esto sucede es inevitable pensar que necesitamos un nuevo guion, un proyecto que nos permita avanzar democráticamente.

Volver al teatro, en el mejor sentido, es lo que necesitamos. El discurso descalificador de la representación, como es bien conocido, es la excusa para imponer un orden que es el reverso de la ética democrática y parlamentaria. Necesitamos una buena representación, buenos actores, y sobre todo, un buen argumento.