Mientras el resto de España se empantana en el debate sobre el problema catalán o en las especulaciones sobre la carrera universitaria de Cristina Cifuentes, en la Comunitat Valenciana se está desarrollando una operación de altísimo calado político y social, que apenas tiene repercusión a nivel nacional. Por extraño que parezca, en los grandes medios de comunicación estatales resulta prácticamente imposible encontrar una referencia dedicada al proceso de reversión de la sanidad privada que está impulsando la actual Generalitat, que ha tenido su primer capítulo en la comarca valenciana de la Ribera y que tendrá su continuidad en la Marina Alta. Sorprende que una iniciativa de esta envergadura se pierda en medio del relato de las hazañas de Puigdemont o del seguimiento pormenorizado de las habilidades falsificadoras de un puñado de doctos catedráticos madrileños. A la vista de este clamoroso silencio informativo, habrá que aceptar que esta autonomía sigue condenada a vivir en la más ignorada de las periferias.

El Consell del Botànic se ha colocado en la primera línea del frente y ha decidido jugar a fondo una partida cuyos resultados serán examinados con lupa por el resto de los gobiernos autonómicos del país. La decisión de devolver a la gestión pública áreas sanitarias privatizadas durante la etapa del Partido Popular es un paso muy arriesgado, que sitúa a la Comunitat Valenciana bajo el foco nacional, ya que su éxito o su fracaso marcarán un estratégico precedente. Si el proyecto de la Generalitat funciona bien, otras autonomías podrían decidirse a seguir el mismo camino, devolviendo a la Administración pública hospitales y servicios sanitarios que fueron cedidos por las diferentes administraciones populares a grupos empresariales privados. Si el gobierno valenciano se estrella en esta aventura, está línea de acción política se dará por agotada y deberemos prepararnos para escuchar el consabido gorigori sobre los desastres de la gestión pública y sobre las bondades de la iniciativa privada.

Una batalla de ámbito nacional se está jugando en este territorio autonómico. El Botànic le está bajando la persiana a un negocio que cada año mueve millones de euros; la sanidad privada es un sector muy poderoso y con gran capacidad de influencia, que no dará por perdida esta guerra sin oponer resistencia. Al margen de los conflictos jurídicos o económicos que pueda producir este procedimiento, hay que tener muy claro que la gestión de las áreas sanitarias recuperadas por el Consell será fiscalizada al milímetro y que cualquier fallo o cualquier disfunción se magnificarán hasta donde falta para poner en tela de juicio la viabilidad del modelo público.

Aunque cada día surgen nuevas voces interesadas en vender la reversión sanitaria como una especie de colectivización bolchevique, lo único cierto es que este proceso es el fruto de la voluntad popular, expresada democráticamente en las pasadas elecciones. Los valencianos decidieron poner el gobierno de la Comunitat en manos de unos partidos de izquierdas en cuyos programas figuraba como un tema central la convicción de que la sanidad debe ser siempre un servicio público. Las áreas sanitarias privatizadas, con un muy escaso control institucional y con unos sistemas de funcionamiento más que discutibles (el fuerte malestar de los usuarios de la Marina Alta así lo certifica), formaban parte de esa gigantesca herencia de desaguisados que nos legaron los veinte años del PP. El gobierno del Botànic se ha limitado a cumplir sus compromisos y a poner en marcha los mecanismos necesarios para corregir una situación que miles de ciudadanos consideraban una anomalía insostenible.

Nadie debería escandalizarse por algo tan normal como es el hecho de que unos partidos cumplan su programa electoral. Los que afirman en tono de indignación que la reversión de la sanidad valenciana es una medida cargada de ideología son los mismos que intentan convencernos de que todos los políticos son iguales, de que un gobierno debe ser algo parecido a una gestoría o de que un hospital puede ser gestionado con los mismos criterios de rentabilidad económica que una fábrica de embutidos.