Todo el mundo habla de la salida de misa de doce, pero no del Pilar de Zaragoza, primera película del cine español así titulada, sino en alusión a un revelador cortometraje protagonizado por la Familia Real, tan real como la vida misma, en el escenario de la catedral de Palma de Mallorca. ¡La realidad, otra vez la terca y cruda realidad!

Efectivamente, la salida de la misa del domingo de Pascua resultó apoteósica, no en el sentido de que los monarcas se convirtieran en dioses, sino más bien en que exhibieran sus defectos más humanos. Bien patente ha quedado el desencuentro de la tríada de reinas, pasada, presente y futura por la nimiedad de un retrato. Al parecer, la intención de Doña Sofía de fotografiarse flanqueada por sus nietas desagradó a la Reina Letizia que deambulaba de espaldas a los fotógrafos para obstaculizar el posado. Después, la mano de la Reina emérita es apartada con desdén del hombro de la princesa heredera, mientras que el Rey Felipe trataba de mediar en el trance, aunque sin demasiada convicción.

Sea como fuere, lo que las imágenes evidencian es un inaceptable desaire público a la Reina emérita, corregido y aumentado por el posterior gesto de la Reina consorte de limpiar la frente de la princesa tras el beso de la abuela.

Ni qué decir tiene que el episodio ha hecho las delicias del pueblo llano y no tan llano, que se ha despachado a gusto, pronunciándose, mayoritariamente, a favor de la Reina Sofía.

En todas las familias hay discrepancias, pero los Reyes deberían tratarlas con sumo cuidado, máxime en los actos institucionales. La monarquía se sustenta en gran medida en el favor y el fervor popular, en la imagen que proyecta, y tales desencuentros no favorecen esa devoción. Cada gesto de impertinencia, engreimiento o iracundia perjudica su privilegiada posición y daña irremediablemente la esforzada dedicación al real desempeño.

Palma, la hermosísima capital mallorquina, no parece del agrado de la real consorte. Tal vez pesa demasiado en su ánimo el malogrado ducado de sus cuñados, de infausto recuerdo, o las aficiones náuticas no compartidas o que se trate del lugar favorito de la Reina Sofía, tan similar a Grecia.

A lo largo de los últimos años, solo la Reina emérita ha salido indemne del descrédito monárquico, y el menosprecio hacia su persona es, amén de una grosería, un error estratégico de la Reina consorte. Pasar de la reverencia a la desavenencia so pretexto de salvaguardar la imagen de sus hijas, no parece una decisión acertada, si se tiene en cuenta que su destino irá indefectiblemente unido a su popularidad.

El incidente, ciertamente magnificado, pone en evidencia una descortesía impropia de la realeza. No hay que olvidar que la monarquía no es de origen divino sino temporal y hereditario, por lo tanto, aunque no se quiera reconocer, la familia de la que trae su linaje es fundamental. La desconsideración hacia los mayores de quienes, precisamente, es causa la monarquía suma otra razón para la puesta en entredicho de la institución, tan cuestionada en los últimos tiempos.

No parece conveniente que la real consorte pretenda ejercer la soberanía como una forma superlativa de autoridad familiar. Es cierto que en el propio término subyace el poder superior que confiere, pero no debería hacer alarde de ello soberaneando en Palma a la salida de misa.

Tal vez convenga recordar aquí las palabras de Séneca para quien dominarse a sí mismo es el mayor poder («imperare sibi maximum imperium est»).

Después de todo, si «laetitia» significa alegría, haría bien la reina homónima en contagiarse de su significado «pro bono pacis».

Por la paz, un avemaría.