Es curioso que la cerveza en casa nunca resulte tan sabrosa como en el bar. Tampoco es lo mismo ver un partido de tu equipo en la tele, que vivirlo in situ en el estadio. Y así sucede con otras muchas cosas y productos; parece que cada uno de ellos requiere de un contexto adecuado para poder brillar en todo su esplendor.

Me pasa a veces con las cosas más insospechadas. Siempre que hojeo el National Geographic en la consulta del dentista, me parece una revista un tanto pija y aburrida, pero si la leo sentado cómodamente mientras viajo en un tren o en un avión, aquellas hojas de papel couché, misteriosamente se transmutan en glamorosas e interesantes. No puedo evitarlo, es poner el pie en una terminal y empiezo a salivar por un ejemplar.

Fue precisamente a través de uno de sus artículos donde oí hablar por primera vez acerca de los extremófilos. Debe hacer bastantes años ya, no lo recuerdo, pero una cosa es segura: estaba de viaje.

Los científicos descubrieron con sorpresa que la vida se desarrolla en situaciones que, hasta hace no mucho, se consideraban incompatibles con ella. En climas extremos, en ambientes radioactivos, en ausencia de nutrientes, o bajo presiones brutales, los extremófilos son microorganismos capaces de salir adelante aun en las peores condiciones para su subsistencia. Seres vivos supervivientes, que se abren camino adaptándose a los entornos más letales.

Lo que nunca pasó por mi cabeza entonces, es que, con el tiempo, conocería a varios de ellos en persona. Tipos aparentemente normales, indistinguibles a simple vista del común de los mortales, pero que puestos bajo el prisma blanquiazul se convierten en unos seres extraordinarios.

Resulta a partes iguales milagroso y emocionante, constatar, que de la misma manera que la vida se abre camino en el desierto de Atacama, en la cuenca del Río Tinto, o en la mismísima fosa de las Marianas, el sentimiento blanquiazul sobrevive en el corazón de un puñado de exiliados Herculanos que, a pesar de la distancia y los resultados, hacen presente hoy más que nunca, aquel sueño del Chepa de un Hércules universal.

Gente como Gaby, joven mallorquín y audaz, con arrojo suficiente como para montar en los tiempos que corren, una peña blanquiazul en Mallorca. Tipos como Mario, ibicenco, hijo de alicantino, y que todos los años hace el esfuerzo de adquirir su abono aun a sabiendas de que no podrá acudir al estadio. Inasequibles como Alejandro, embajador blanquiazul en Cataluña, que acompaña a los nuestros siempre en su periplo por aquellas tierras. Personas como Juan, que cada quince días, no duda en recorrer desde Valencia la distancia que le separa de su equipo del alma. Intrépidos como Joseán, vasco sin vínculo familiar alguno con Alicante, capaz de clavar una pica en Euskadi montando en pleno barrio de Deusto el «Consociatio Bilbaini Herculanos in Perpetuum»; con un par. Todos ellos y otros muchos más que no tengo el gusto, hacen más grande este sentimiento centenario y sirven de estímulo a todos los que, como nosotros, somos afortunados nativos del Rico Pérez.

Hoy puede parecer una quimera, pero su ilusión y fidelidad es la prueba fehaciente de que, a poco que se riegue, el sentimiento herculano volverá a brotar con inusitado arraigo y vigor por las calles de Alicante. Volveremos otra vez.