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José María Asencio

Vuelva usted mañana

José María Asencio Mellado

Dura lex, sed lex

Lo sabían. Sabían que estaban vulnerando la ley, desobedeciendo al Tribunal Constitucional, despilfarrando fondos públicos en una actividad ilícita, enfrentando a la sociedad, empobreciendo Cataluña, poniendo en jaque a toda la nación española y perjudicando su imagen ante la comunidad internacional. Sabían o debían saber que el Estado de Derecho, la democracia de la que tanto hablan y desprecian, no es una entelequia, un sistema frágil y vulnerable. Democracia es sujeción a la ley, fruto de la voluntad popular legalmente manifestada, no de un poder ignoto o único. Todo cabe en ella en ese ámbito bien acotado, la ley, que debe ser garantizada por un Poder Judicial independiente. Democracia no es desgobierno, sino seguridad jurídica y libre expresión de las ideas, pero siempre con sujeción a la ley aprobada por un Parlamento surgido de elecciones igualmente libres y reguladas, con garantías.

Quienes entienden que democracia es otra cosa no son demócratas, ni creen en ella, ni comparten sus postulados. Porque la democracia es un fin en sí misma, un lugar de llegada, perfectible, pero definitivo, un espacio de convivencia, no un medio para otra cosa, normalmente un sistema autoritario o totalitario. Los partidos independentistas y los antisistema, tantas veces unidos en sus estrategias, desprecian el modelo democrático, que no entienden o no comparten. Ahí está la cuestión que impide cualquier acuerdo: el entendimiento de lo que es la democracia cuando ésta no se acepta.

Lo han dicho estos días los secesionistas en el Parlamento. Han buscado y persiguen el enfrentamiento con el sistema surgido de la Transición, su destrucción. Un reto que en Cataluña busca una confrontación, dada la división de la sociedad, que no importa, antes al contrario, gusta a quienes están suscitando dudas serias en quienes no vemos con claridad el delito de rebelión imputado. O en los que pensamos que la prisión provisional debe ser excepcional, pero que los fugados están acreditando como justificada.

Tiempo habrá para analizar las resoluciones del TS, pero sin duda es el Poder Judicial el que aplica la ley, no la clase política, ni la movilización popular. Pensar que los tribunales han de supeditarse a las decisiones de los partidos políticos es algo que descalifica a quienes sustentan opiniones tan groseras en democracia. Las palabras del presidente del Parlamento catalán son la demostración palpable de esta pretensión tan incompatible con la división de poderes que no comprenden algunos. Se juzgan ahora hechos pasados y no cabe ninguna concesión, en forma de amnistía, constitucionalmente prohibida, que eluda ese enjuiciamiento. Ni la presión popular, ni las conveniencias políticas pueden evitar que el Poder Judicial cumpla con su deber. Ni puede ni debe hacerlo y eso lo sabían y lo deben saber aquellos que quieren ignorar las reglas del juego democrático. No tienen los tribunales potestad alguna para dejar de aplicar la ley; no existe mecanismo alguno para que puedan dejar de cumplir con sus obligaciones constitucionales. No hay otra salida que el enjuiciamiento. Pedir lo contrario demuestra la ignorancia o el abuso del Estado de derecho de quienes encabezan el independentismo, su falta de respeto al sistema democrático y la mala fe con la que se mueven. Ceder, aunque es imposible, significaría renunciar al Estado de derecho y darles la razón. A partir de ahí todo sería posible al imponerse el caos y la arbitrariedad política al imperio de la ley.

Se podrá discutir si los hechos son una u otra cosa, si la prisión provisional estaba más o menos fundada. Pero, en democracia no hay espacios de impunidad o inmunidad. Los políticos y la política están sometidos a la ley, a diferencia de lo que sucede en los sistemas autoritarios. Sus apelaciones a una política inmune a la ley provocan repulsa y rechazo y presentan un marco peligroso para el sistema democrático. Esa apelación a dejar fuera del control judicial a lo que se llama política, es profundamente antidemocrática. Ellos mismos son peligrosos en sus convicciones autoritarias. Y lo mismo cabe decir de quienes defienden, con aires de alegre festividad e ignorancia, tales dislates. Mantener el pedigrí democrático sustentando opiniones antidemocráticas, revela las esencias profundas de tanto progresista advenedizo que esconde un radical en su interior, una tendencia al pensamiento único característica de este progresismo del siglo XXI. Ufanarse de sostener pretensiones propias de regímenes totalitarios es muestra de ignorancia o de una enfermedad, la de la intolerancia, que se propaga cuando la ley es pisoteada. Todo cabe en el marco de la ley; nada fuera de ella. Fácil de entender y difícil de sostener en un país en el que el progresismo desvariado califica de fascista a quien defiende el Estado de Derecho. De ahí que lo cómodo sea repetir consignas y mantener el tipo y la imagen.

Ni lazos amarillos, ni frentes en defensa de la libertad, ni manifestaciones son suficientes, ni lo deben ser, para pedir al Poder Judicial que desatienda sus cometidos. La ley se aplica, aunque sea dura. Y nadie puede evitarlo. Es la grandeza del Estado de Derecho. Nadie tiene poderes para evitar el cumplimiento de la ley o la pasividad de los tribunales. Y nadie puede hacerlo, ordenarlo, imponerlo o forzarlo. Dura lex, sed lex.

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