«Dios no sólo juega a los dados con el universo: a veces los arroja donde no podemos verlos».

Stephen Hawking (1942-2018), físico teórico británico.

Se levanta el telón del Gran Teatro. Aplausos, expectación en la platea y nervios entre bambalinas. El tripartito, imbuido del espíritu místico que irremisiblemente nos invade, ha decidido hacer su propia puesta en escena de la Pasión, en versión participativa, sostenible y de progreso apuntalado. Adaptación y dirección a cargo de Antonio Amorós, como siempre.

En el escenario tenuamente iluminado aparece una figura alta y enjuta, ataviada con una túnica blanca arremangada. La luz cenital nos desvela que se trata de un hombre, más concretamente de un mesías (encarnado, como era de suponer, por Carlos González), en busca de su destino:

-Voy en busca de mi destino -declama, elevando las manos y la mirada hacia el cielorraso.

-¡¡Va en busca de su destinoooo!! -replica el coro, que acaba de entrar en escena de manera subrepticia. Se trata de un grupo de acólitos del maestro, quienes, tras un cenáculo en el Villalobos, lo han seguido hasta el vecino huerto de San Plácido, adonde ha ido a meditar (sobre su destino, claro). Algunos se muestran inquietos; otros, desganados, e incluso uno (fugaz cameo a cargo del edil de Urbanismo, José Manuel Sánchez) prefiere marcharse a casa a ver una serie. Allí, entre olivos y palmeras, observan a su preceptor.

-Esta noche os vais a escandalizar todos por mi causa porque está escrito: «Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño». Sentaos ahí y reflexionar sobre esto, que ahora vuelvo -ordena a sus discípulos y discípulas, mientras pide a tres (interpretados por Ana Arabid, Pepe Pérez y Carlos Sánchez) que le acompañen.

A medida que se adentran en la espesura del huerto, el maestro comienza a sentir espanto y angustia, pero en seguida se recompone al inferir que es un efecto adverso de los variantes de la cena. Se detiene en un claro.

-Mi alma está triste aunque no muerta. Pero en este difícil trance, no se haga mi voluntad, sino la de la mayoría -musita ante sus atónitos acompañantes, a quienes se dirige-. Y a vosotros, mis fieles discípulos, os digo que tan alta vida espero que muero porque no muero, y aun muriendo resucitaré.

Y levantándose, regresa a reencontrarse con el resto de discípulos, a quienes halla dormidos.-¡Así que durmiendo e inactivos! ¡Levantaos y laborad sin desfallecer, no deis más motivos a la oposición farisea!

-Oh, maestro, grande es tu sabiduría y sabias tus enseñanzas, pero como no espabiles, Caifás te va a calentar las orejas y te vas a quedar sin discípulos y sin sillón -infiere una de los presentes, agazapada entre las sombras (según parece, la portavoz Patricia Macià, aunque también podría ser la otra Maciá, Tere).

-Por eso os he reunido en este lugar y a estas horas intempestivas. Mirad que el hijo paritario del hombre y de la mujer va a ser entregado a manos de los saduceos sanchistas. He escogido a una de entre vosotros y vosotras, Ana María Magdalena, para que predique la palabra verdadera y defienda mi apostolado. Si las cosas vienen mal dadas, su sacrificio no será en vano, porque sobre ella erigiré mi casa; la consistorial, por supuesto.

-Maestro, no podemos enfrentarnos a ellos, son más numerosos y mejor armados -le contesta otro, ( Héctor Díez sin gafas)-. Nos pides que nos creamos que mueres orgánicamente para resucitar institucionalmente, pero nuestra fe se ha debilitado...

-Sabed que os tengo calados -les espeta- y que, antes de que cante el paso del gallo y el tordo del huerto, varios de vosotros y vosotras me negaréis no una ni dos ni tres veces, sino cuatro o cinco y hasta nos darán las diez, las once y las doce y la una...

En eso que se oye un tumulto en las afueras del huerto y aparece una patrulla de romanos (todos ellos militantes socialistas sanchistas) acompañados de su correspondiente banda de cornetas y tambores. A su frente, el sumo sacerdote Caifás (papel estelar de Alejandro Soler), señala al maestro:

-¡Ecce homo! ¡Prendedlo! -ordena.

-Perderé mi reino terrenal, que no es de este mundo, pero pactaré y pactaré y gobernando seguiré -replica el líder prendido-. Y a aquellos de vosotros y vosotras que habéis renegado de mí, deslumbrados y deslumbradas por el becerro chapado de oro golfi, os perdono, porque no sabéis lo que hacéis.

-Di lo que quieras, que tú y los demás asmoneos susanistas vais directos a picar piedra en las obras de la Corredora, por adorar a candidatos heréticos -replica el sumo sacerdote-. ¡Lleváoslo! Y a esos de ahí, azotadlos, pero no muy fuerte, que tienen que votarme.

En eso que desde el lado opuesto del escenario aparece un joven rabino (encarnado, con sus tirabuzones y todo, por Pablo Ruz) rodeado de sus populares seguidores.

-¡Jolines, una representación biblicopasional y no me han llamado...! -exclama, contrariado. Se dirige a los suyos y añade- ¡Aquesta gran novetat nos procura deshonor!

El rabino da unos pasos firmes hacia la turba del fondo y les admoniza:

-¡No adoréis ni sirváis a falsos mesías sanchistas ni susanistas! Solo yo os traigo la buena nueva mariana! -y tras admonizar, desparecen entre los olivos en pos de apóstatas graneristas.

Cambia la escena y aparece el maestro en la mazmorra de la torre de Calendura. Perturbado por tan difícil trance, pronuncia siete palabras:

- Ximo, ¿por qué me has abandonado, xé?

Cae el telón. Salen todos los actores al escenario portando palmas blancas, redoblan los tambores y cornetas, y Mireia Mollà entrega al director el Pinyol d'Argent al Mèrit Turístic-Cultural Inclusiu. Ovación y gritos de «¡otra, otra!». Reina el entusiasmo. Acta est fabula.