En una sociedad sana, plural, libre, democrática y desarrollada como la española -incluida Cataluña- resulta no solo evidente, sino muy higiénico, respetar los principios básicos en los que se sustenta esa convivencia; aplicar las mismas reglas, los mismos criterios, para supuestos iguales sin diferenciar personas o ideologías; exigir a los tuyos, a tu ideario ético, lo mismo que le exiges a los demás; condenar sin paliativos aquellas conductas que escapan a las normas que nos hemos dado, ejemplarizando en tu propia casa lo que quieres que se cumpla en casa ajena. Pese a no gustarme los refranes, se trata de predicar con el ejemplo. Y si estos principios básicos de sociedades democráticas les son exigibles a los ciudadanos individualmente y en su conjunto, todavía lo son más respecto de grupos de representación colectiva, partidos políticos, sindicatos y otras organizaciones de marcada influencia social. Veíamos hace semanas el bochornoso espectáculo que nos proporcionaron algunos directivos de importantes ONG -y las propias organizaciones en sí- cuando saltaron a la opinión pública escándalos sexuales y otros comportamientos vergonzosos. ¿Cómo se podría demandar del ciudadano, de la sociedad civil, que se implique en proyectos y organizaciones que no tengan un ejemplar e inmaculado comportamiento?

Sin embargo, en esta convulsa sociedad en la que vivimos, carente en tantos casos de valores éticos, de referentes morales, de medios de comunicación responsables y valientes, de líderes políticos preparados, de intelectuales libres e independientes capaces de mantener su criterio pese a la presión, al qué dirán, al discurso de lo políticamente correcto; al carecer de esos pilares, digo, los lugares que ellos no ocupan pasan a ser invadidos por la mediocridad, la demagogia, el populismo, los oportunistas, el extremismo, los grupos de presión totalitarios, unidireccionales, y la presencia de medios de comunicación instalados en el espurio caudillismo mediático. Comienza así la danza macabra (no confundir con el bello fragmento de igual nombre del pintor alemán Bernt Notke que se conserva en la iglesia de San Nicolás de Tallin, ni tampoco con la composición para piano y orquesta de Liszt, ni con el poema sinfónico de Saint-Saëns) de la cínica hipocresía, las verdades impuestas, los dictadores encubiertos, la ortodoxia totalitaria, el discurso único y excluyente, la ideología supremacista. Los unos y? los otros, nosotras y? las otras. La cosificación selectiva.

No es mera teoría lo que cuento, ni son arcanos soliloquios escritos al abrigo de una noche transfigurada entre Schönberg y Adorno, no. Los escenarios donde se representa todo esta cínica hipocresía son reales, muchos y muy recientes. Hace unos días conocíamos el talante, la altura moral e intelectual del exsecretario de Hacienda de la Generalitat catalana y diputado de ERC, Lluís Salvadó, cuando recomendaba escoger para un cargo público a la mujer que tuviera las tetas más gordas. Estallado el escándalo llegaron las disculpas; eso sí, convenientemente matizadas por dirigentes y dirigentas de ERC aludiendo a la guerra sucia del Estado contra el separatismo. Y la periodista de TV3, Empar Moliner, justificaba a Salvadó porque «en privado todo el mundo tiene derecho de hablar en broma tabernariamente». ¿Ha dimitido el feminista Lluís? ¿Lo han proscrito en ERC? ¿Algún escrache, quizás, del feminismo radical, podemita, de la extrema izquierda recordándole el 8M, la cosificación de la mujer? ¿Alguna interpelación en el Parlamento de Cataluña? Prefiero no contestar.

Tras la detención de Ana Julia Quezada como presunta autora de la muerte del niño Gabriel Ruíz, el candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid por IU en 2015, Luís García Montero, publicaba el artículo Todos somos Ana Julia Quezada. Decía que el mal de la sociedad es el capitalismo, cuyo «programa desquiciado invita al mal, a la avaricia, a la soledad, a la traición, al maltrato, al hambre de unos y a la ambición insaciable de otros». ¿Lo tienen ustedes dos claro? ¿Sí? Me too. Y el director de eldiario.es, Ignacio Escolar, sentenciaba que «el discurso del odio contra Ana Julia es por ser mujer, inmigrante y negra». Ahora sí que está claro del todo.

La semana pasada moría en Madrid un senegalés a causa de un infarto pese a la pronta asistencia de la Policía Municipal. Esa es la verdad conocida, grabada por cámaras y ratificada por testigos. Como era mantero, negro y estaba viviendo indocumentado 14 años en España, los notarios de la verdad dogmática, esto es, la extrema izquierda, el universo okupa, concejales podemitas del Ayuntamiento madrileño y dirigentes de Podemos, certificaron que había muerto a causa de la persecución policial. Así lo sostiene el Sindicato de Manteros (sic). La muerte del senegalés, según Podemos, era fruto de la xenofobia institucional, el capitalismo y el hecho de ser negro. De inmediato comenzaron gravísimos disturbios en el barrio de Lavapiés con destrozos, pillaje y agresiones a la Policía. La Asociación de Inmigrantes Senegaleses en España pedía que se aplicaran sanciones a los policías culpables. No importa la verdad; no importa la versión de la Policía; no importan las imágenes grabadas; no importan los testigos. Para el sindicato de cínicos y cínicas, para los dogmáticos de la posverdad, de la mentira ortodoxa, como España no es un Estado de derecho hay que despenalizar el «top manta».

¿De verdad que nos está pasando esto? ¿Se trata de un mal sueño o es una nueva leyenda negra que vuelve para avergonzarnos? ¿Nos merecemos a estos iluminados, este discurso aberrante, falso, sectario, excluyente y cainita? ¿Nos merecemos el bochornoso espectáculo en Europa del independentismo catalán y sus dirigentes? No contesten sin consultar antes con un psiquiatra.