La entrada triunfal de Jesús de Nazareth es un aviso para los que gustan de palmas y olivos, aplausos, incienso, laudos y cánticos. En unos días la misma gente que lo ensalzaba lo subió, pero crucificado, a los maderos. De todos los amigos que tenía le acompañaron su madre y pocos más. Y eso que era Dios. Al menos eso siguen repitiendo millones de personas depues de dos mil años. Aunque no hace ni dos semanas nos recordaron esa demoledora sentencia: «polvo eres y en polvo te has de convertir», ni caso que hacemos, como si no fuera con nosotros. Vivímos el momento como si nunca se fuera a acabar, envueltos en aromas de pachuli y oyendo sólo los laudos de los pelotas. La soberbia sube el ego a la estratosfera hasta que la proximidad al sol, como a Ícaro, le socarra las alas y cae en picado.

El Nazareno entraba en Jerusalem a lomos del borrico, hoy vemos algunos borricos entrar a lomos de los lameculos, que nunca faltan en los aledaños del poder. Jesús avisaba que hasta su entrada triunfal terminaría expirando en el Calvario. Hasta los del Imperio hacían desfilar a sus héroes bajo el laurel, pero con el puñetero esclavo recordándole a cada paso que era humano; que no se te olvide, repetía. El aviso sigue vigente, las entradas triunfales preceden al indefectible ocaso.

Mañana rompe el redoble tamboril de la Semana Santa. Mandamos la infantería infantil a dar la bienvenida, agitando palmas, derrochando inocencia, rendidos a las bienaventuranzas, creyendo en la verdad y en la vida, paladeando las pequeñas cosas, ignorando los sacrificios paternos, vistiendo estrenos, inundando el domingo de sonrisas, alegrando a los tristes. Quizá porque eran ellos, los chiquillos, el Nazareno se dejó llevar. A partir del lunes vienen los de tapadillo, con sus desfiles de oropeles, penitentes reincidentes, sayales de seda, humildes de procesión, anónimos conocidos, rezadores de semana, plañideras de contrato. Lo llevan a coscoletas hasta el suplicio del viernes en el Gólgota donde le asaetean. Ahí los pasajes de gloria expiran. Las vísperas del infinito nos vuelven rezadores. Al final todos, tambien los triunfadores, criando malvas. Tenemos pocos días para pensar en la muerte, y menos si estamos en la rutina de las vacaciones. Hasta el domingo. ¿Y después? Luego vuelve el arrastre cotidiano; el quehacer envolvente; el sinvivir de la vida; el torbellino de angustias; los gozos ocasionales; las alegrías efímeras; y, los triunfos banales.

Después, pienso yo, a todos nos gustaría creer en la resurrección, incluso en domingo. Al menos a mí; me gusta creer en la resurrección de la carne, pero con mucha discreción. Las distintas confesiones lo proclaman: y al tercer día resucitó. Lo proclaman incluso como la resurrección de la carne; debe ser de lo poco que las sotanas santifican de la carne. Pero me temo que lo proclaman porque eso les otorga las llaves del cielo, de la eternidad, de la gloria, del éxito, que dicen los modernos. Otra llegada triunfal, pero ahora de la mano de los jerarcas eclesiásticos. Pero esta entrada es para la Jerusalem eterna. Por eso han mandado los curas lo que han mandado en siglos: Tu sí, tú no. De ahí deriva su poder, del reparto de indulgencias. Se especializaron en procesiones triunfales de los poderosos.

Por eso llevo con discreción mi esperanza, y con disimulada emoción la fe popular de gentes como las de Santa Cruz. Seguramente tambien por eso Antonio Machado recitaba su fe en el Cristo que «anduvo en la mar». Pero que no se enteren ni cofrades, ni sacristanes, ni curas.