El día 24 de junio de 2012 llegué a Galway, en la salvaje costa oeste irlandesa, dispuesto a desintoxicarme de las fiestas de Hogueras y de muchas cosas más y, paseando la primera noche en busca de un lugar donde tomar la primera cerveza, me di de bruces con un cartel que anunciaba al gran Ray Davies en el pub Roisin Dubh? la noche anterior. Mi gozo en un pozo. Eso es lo que yo entiendo por una velada íntima con un grande de la música de nuestro tiempo y es algo que nunca tendremos la posibilidad de disfrutar con Dylan, mucho menos desde que es Nobel de literatura; bien merecido, por cierto. Y si fuera posible hacerlo, imaginen ustedes a qué precio, no desde luego por lo que costaba la entrada a aquel pub de Galway: las primeras filas del Auditorio Nacional de Madrid superan los 200 euros para esta nueva venida de la divinidad que tendrá lugar ?casualidad ésta- en los estos días de Semana Santa.

No nos engañemos, la posibilidad real de ver a un Dylan íntimo se agotó en el Village neoyorquino en los primeros años de la década de los 60, o si me apuran, en aquellas apariciones de improviso en algunos locales que solía frecuentar en años posteriores y por donde se dejaba caer para compartir escenario con el músico de esa noche o incluso probar alguna canción recién compuesta, como fue el caso de Abandoned love. Todo eso acabó: Dylan es dios, por la sencilla razón de que lo hemos reconocido como tal, porque la verdad se ha hecho evidente para sus fieles, que somos innumerables, y de otro modo se ha revelado también para los que se acercan a sus conciertos por curiosidad, despiste, postureo, etcétera, especialmente desde que vuelve a salir en los telediarios. No sé si Dylan añora aquella otra forma de relacionarse con su público, o si la búsqueda actual de esa intimidad perdida obedece a motivos estéticos, a un nuevo planteamiento artístico en quien tantas veces giró la esquina despistándonos en los últimos sesenta años. Lo cierto es que hace escasamente tres, en su última visita a España en julio de 2015 la ambientación de sus conciertos, con esas luces tenues, esa oscuridad en la que su voz se paseaba dulcemente ?sí, he dicho dulcemente-, ese modo tranquilo de abordar sus canciones tenía mucho de evocador pero difícilmente transmitía la sensación de intimidad, al menos donde yo estuve, en el pabellón de Madrid, con capacidad para varios miles de espectadores, que los había.

Ahora lo intenta de nuevo, reduciendo los aforos, y se nos dice que ese ambiente va a ser algo así como íntimo e irrepetible. Lo segundo sin duda, porque el maestro nunca se repite; pero lo primero, cuando estamos hablando de lugares como el Liceo de Barcelona o el Auditorio Nacional de Madrid, suena a broma. Tampoco va a cambiar mucho la cosa porque le preste especial atención a su tendencia última a convertirse en crooner del gran libro americano de canciones ?dicho de manera suave, porque hay quien con acierto le llama «sinatrazo» a este período-; y es que no se trata del cancionero que escoja, en el suyo propio, inabarcable casi, hay grandes momentos que te llegan a lo más tuyo y personal, a ese rincón del alma que solo él parece comprender; no se trata de canciones únicamente, porque estamos hablando de una intimidad que no se debe medir solo por la cercanía emocional sino también física. Sinatra, ya que lo mencionamos, era íntimo cuando su popularidad había caído en picado en los primeros años 50, nadie daba un dólar por él y actuaba en garitos ante unas pocas docenas de personas a las que hablaba de amor y desamor, de soledad; después, cuando recuperó el favor de las grandes audiencias, y aunque cantara las mismas canciones, había dejado de ser íntimo y cercano salvo en tu tocadiscos y en la media luz de tu cuarto.

A Dylan le sucede que, incluso en sus momentos más dubitativos y más bajos de popularidad, no ha dejado de ser esa figura icónica que es, y ya es imposible que deje de serlo. Dylan nunca más será Bob, no se lo hemos permitido, no le hemos dejado ser como tantos músicos que todavía pueden ver los ojos de la gente cuando cantan; nunca más actuará como hizo Ray Davies aquella noche, en un café, en un pub, en pequeños locales para gente como nosotros. Me gustaría equivocarme y, sobre todo, me gustaría ser testigo presencial de ese error mío. En cualquier caso, y aunque concibo como imposible la idea de un Dylan íntimo, estoy seguro de que en los próximos días, en Salamanca hoy, en Madrid, en Barcelona, para todos aquellos que aman ?amamos- a Dylan la enésima visita suya a España será un advenimiento gozoso, una oportunidad más de renovar la fe en él a través de este ciclo interminable que se viene llamando desde hace treinta años el Never Ending Tour.