No sé bien lo que sucedió para que desde mi más temprana edad me fijara en las palabras como si fuesen talismanes, seguramente fue el hecho de descubrir que con la eme, la a, la eme, la a, y juntando esas letritas salía un nombre: mamá. Pero no fue solo ese singular milagro lo que tanto me maravilló, sino que de aquel invento fabuloso podían salir todas las palabras con las que hablábamos. Mi hermano, que por entonces tenía ya casi siete años, me lo explicó y por ello le tuve en la misma consideración con que todos los seres celestiales del Olimpo veneraban a Zeus. Desde entonces tengo las palabras como esas maravillosas piezas de un mosaico que nos permiten componer y transmitir ideas (y también cuentos como los que me leía mi padre antes de dormir); con ellas podemos entrar en otros mundos, y en las maravillosas mentes de otras personas. Pero este preámbulo viene a cuento porque, hace unos días, leyendo un libro sobre la Historia de Grecia encontré un interesante pasaje cuyo protagonista era precisamente una palabra: «agorazein», y reflexioné sobre su significado que me pareció fascinante, así que para mayor claridad transcribo el párrafo donde se explica lo que hay tras ese vocablo: «...Les invito a reflexionar sobre un verbo existente en la lengua griega que, no teniendo equivalente en ninguna otra, es de hecho intraducible. Este verbo es "agorazein" que quiere decir "ir a la plaza para ver qué se dice" y, por lo tanto, hablar, comprar, vender y verse con los amigos; pero también significa salir de casa sin una idea precisa, holgazanear al sol en espera de que llegue la hora de la comida..., rezagarse hasta formar parte de un magma humano hecho de gestos, miradas, ruidos...». Luego, sigue diciendo el descubridor de la palabra, que la forma de caminar del «agorazein es el de avanzar lento, con las manos detrás de la espalda y siguiendo un camino al buen tuntun...».

A decir verdad, no me era desconocido este asunto del agorazein, ya que en el pueblo de mi infancia -el que nunca ha sobrepasado los mil habitantes, tiene río, tiene ermita y tiene plaza- se conocía bien tal actividad a la que llamaban «ir a silbar a la plaza». Las mujeres solían llamarle de otra forma, pero no es prudente su transcripción. Y allí, antaño, los psiquiatras solían recetar este tipo de actividad cuando los problemas o las depresiones acechaban, y a fe que surtía efecto, pero las pastillas de hoy han arrasado con el placer de curarse al sol, o charlando con una vecina en una esquina mientras caen la horas plácidamente, como las hojas de los árboles que allí abundan. Había otras terapias, pero esta era la más recetada. Por eso, cuando paso por los derribos ya institucionalizados en este mi ajetreado pueblo en el que hoy vivo y los veo sin movimiento y sin acabar de eclosionar, los proyectos levantados como en armas, también sin acabar de eclosionar, me dan pena, porque bien llevados a término podrían ser unos lugares idóneos para practicar algún tipo de agorazein capaz de aliviar tanto barullo, tanto ruido como brota de todas partes. Hay muchos lugares aptos para este relajante menester, pero andan desterrados de toda vida; son espacios que parecen aves con las alas cortadas... Y no es solamente que las cosas sean así, sino que nosotros, los que habitamos en esta área mediterránea, añoramos el disfrutar de lo que debiera ser de tan fácil solución puesto que el sol, la luz y el buen talante siempre lo llevamos puesto. Pero de qué nos sirve, si no vemos movimiento hacia la solución y si la hay, ¿por qué diablos no nos lo cuentan? Nos gustaría saberlo. Puede que así nos sintiéramos ciudadanos, y no solo gente que por allí pasaba.

Menos mal que existen espacios habitables e interesantes construidos con una especie de ladrillos, las «palabras», que dan lugar a los «libros» y todo ese entramado se convierte en una especie de «patria» que se llama «lenguaje» y, con él, se puede hablar del tiempo, el poder, la memoria, la lectura, el olvido o el silencio..., y de la paz, solidaridad, nuestras historias... Cosas de esa guisa. Y en esa «patria», muchos nos guarecemos.

Por cierto: el Día del Libro está al caer. Los pobres merecerían ser agasajados...