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El problema es Facebook, no la filtración de datos

El negocio de la red social se basa en la recolección masiva de información privada para poder vender productos e ideas personalizadas

Cuando el sabio señala a la luna, el necio mira al dedo. El lunes, en pleno estallido del escándalo de filtración de datos de Facebook, todos mirábamos al dedo mientras que Paul Bernal señalaba a la Luna. Este profesor de nuevas tecnologías de la información en la Universidad de East Anglia, en el Reino Unido -formado como matemático en Cambridge- escribía a contracorriente un artículo en el periódico “Independent” donde el reenfocaba el problema: el motivo de escándalo no debía ser que un grupo deshonesto de mineros de datos (la empresa Cambridge Analytica) se había hecho con información detallada de 50 millones de usuarios de Facebook para luego desarrollar innovadoras técnicas de manipulación electoral que habrían favorecido la llegada de Trump al poder o el resultado favorable al Brexit. En realidad, opinaba, no había escándalo. Lo que había pasado era, simplemente, que Facebook había sido usada para lo que fue diseñada. “Así es como funciona Facebook”, sentenciaba.

Es decir, Facebook, cuyos ingresos al 95 por ciento provienen de la publicidad, se dedica a recopilar datos de sus usuarios para hacer perfiles. Luego diseña sistemas que permiten que esos datos se utilicen para dirigirse a personas interesadas en determinada publicidad o contenido (puede ser ideológico, claro). La tercera fase del negocio es permitir a terceros (“generalmente anunciantes”, subraya Bernal) “el uso de esos datos y sistemas de focalización para sus propios fines”.

Parece inofensivo cuando esta máquina global -la mayor del planeta- se utiliza para vender publicidad, pero el asunto cambia cuando se trata de imponer, como fue el caso, una ideología de extrema derecha. Bernal tiene claro cuál fue el papel de los ingenieros de datos de Cambridge Analytica en este supuesto escándalo: “Todo lo que hicieron fue comprender cómo funciona Facebook y usarlo”. Facebook ya sabía que su plataforma servía para la manipulación emocional porque, de hecho, la propia compañía lo había constatado. En 2014, sin pedir permiso a nadie, manipuló los perfiles de casi 700.000 usuarios para experimentar hasta qué punto podían mostrarse más o menos optimistas según el tono de las noticias que vieran en la red.

Puso a trabajar sus algoritmos y, como si fueran ratas de laboratorio, algunos usuarios empezaron a recibir en su feed de noticias informaciones de tono negativo y, otros, noticias positivas. Y sí, constataron que ese contagio emocional se producía. Es decir, que Facebook es una fabulosa plataforma de manipulación. El 2017 fue un año de sufrimiento para Zuckerberg, presidente de Facebook. La reputación de la red social acusó el golpe de las “fake news”, la difusión masiva de noticias falsas durante la campaña electoral norteamericana. También quedó en evidencia que era incapaz de filtrar adecuadamente los contenidos producidos por sus 2.000 millones de usuarios y que permitía la emisión de vídeos de crímenes en directo, entre otras atrocidades. Ahora, esta filtración masiva ha puesto a la compañía contra las cuerdas y la campaña de boicot #DeleteFacebook (bórrate de Facebook) gana adeptos. Incluso se ha sumado a ella Brian Acton, cofundador de WhatsApp, que se hizo millonario cuando Zuckerberg compró su servicio de mensajería instantánea.

Todo parece indicar que este caso puede desembocar en una nueva era regulatoria de las redes sociales. Una de las voces más autorizadas en este sentido es la de Roger McNamee, inversor primigenio en Facebook y mentor empresarial de Zuckerberg. En un extenso artículo publicado en el “Washington Monthy”, en el que analizaba la injerencia rusa en las elecciones americanas a través de la red social, concretaba algunas regulaciones que habría que aplicar ya no sólo a Facebook, sino a todas las redes sociales o plataformas de búsquedas, como Google. Pedía prohibir el uso de perfiles robotizados (bots) que se hacen pasar por humanos, exigir transparencia a las redes para que revelen quién está detrás de los mensajes políticos; transparencia también con respecto a los algoritmos usados y permitir que terceros los auditen, porque “Facebook y Google toman decisiones editoriales cada hora y deben aceptar la responsabilidad de las consecuencias de esas elecciones”.

Del mismo modo, McNamee reclama “una relación contractual más equitativa con los usuarios”, que exista un freno a la explotación comercial de los datos extraídos a los consumidores, con límites temporales de uso. “Los usuarios deben tener del derecho de renegociar los términos de cómo se utilizan sus datos”. Y, finalmente, y quizá ésta sea la raíz de todo, Mc Namee cree que Estados Unidos debe “considerar que ha llegado el momento de revivir el enfoque tradicional del país sobre el monopolio”. Lo argumenta así: “Desde la era Reagan, la ley antimonopolio ha operado bajo el principio de que el monopolio no es un problema siempre que no genere precios más altos para los consumidores.

Bajo ese marco, Facebook y Google han podido dominar varias industrias, no solo las redes sociales y de búsqueda, sino también el correo electrónico, videos, fotos y ventas de anuncios digitales, entre otras, aumentando sus monopolios comprando rivales potenciales como YouTube e Instagram. Si bien es superficialmente atractivo, este enfoque ignora los costos que no aparecen en una etiqueta de precio. La adicción a Facebook, YouTube y otras plataformas tiene un costo. La manipulación electoral tiene un costo. La reducción de la innovación y la contracción de la economía empresarial tiene un costo. Todos estos costos son evidentes hoy. Podemos cuantificarlos lo suficientemente bien como para apreciar que los costos para los consumidores de concentración en Internet son inaceptablemente altos”.

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