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La inocencia

Los que han decidido por su cuenta y riesgo dirigir al resto por el exigente camino de la rectitud social, no pueden cometer el más mínimo desliz

Hay quien ha andado por ahí buscándola, no con un candil, que eso correspondía a la búsqueda de un hombre justo, pero sí con la mirada alerta por si la hallaba. El tópico dice que solo se encuentra en los niños y en algunos tipos de santidad. Yo me he tropezado con pocos santos, es la verdad, y la de los niños he podido comprobar fehacientemente que es efímera y se va deshojando con cada estirón, con cada día de colegio, con cada cumpleaños, de modo que de la inocencia solo sabemos que es efímera y escasísima, como los unicornios, las hadas y los años buenos.

Le tengo leído a Juan José Millás que, bien investigados, todos nos mereceríamos diez años de cárcel. Probablemente Millás tenga razón, como casi siempre, y no habrá en el universo mundo quien pueda levantar la mano con la primera piedra sin el temor a que se le caiga en su propia cabeza y le descalabre. No estamos libres de pecado, aunque no es al pecado, sino al delito (que es más civil, más terrenal, de menos connotación religiosa) a lo que nos estamos refiriendo.

Sin embargo, no podemos obviar la sustancial diferencia que existe entre la infracción cometida por un particular cuando se salta un semáforo o roba un libro, por poner dos ejemplos que nada tienen que ver conmigo, o la cometida por quien libre y conscientemente se ha postulado para dirigir la cosa pública, para representarnos y mandarnos a todos. Un particular como usted y como yo, que sobrellevamos nuestras contradicciones como buenamente podemos, no estamos todo el día pontificando, dando clases de moralidad y persiguiendo, con los medios que el poder nos da, a los ciudadanos que aparcan donde no deben o que escamotean unos céntimos a Hacienda por un trabajillo sin factura ni IVA. Esos, los que han decidido por su cuenta y riesgo ponerse bajo el foco, agarrar el bastón de mando y dirigir al resto por el exigente camino de la rectitud social, no pueden cometer el más mínimo desliz, porque quedan, además de extremadamente ridículos, completamente desautorizados.

Así que la constatación diaria de que muchos de quienes nos representan son unos fulleros, unos mangantes, unos corruptos y unos sinvergüenzas, no hace sino abrir la puerta del todo vale y empujarnos un poco más al filo del abismo social, al final de una era, al colapso de este sistema que, las pruebas lo demuestran, ha llegado a su límite y no le queda más que el definitivo, doloroso y, tal vez, purificador salto al vacío.

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