No hay que generalizar, pero qué impuntuales solemos ser a la hora de acudir a una función o a un concierto. Las puertas del Teatro Principal se abren, esas sí con puntualidad británica, treinta minutos antes de que comience la representación. El ritual se repite. Los portones de madera se retuercen de dentro afuera. El jefe de sala y sus ayudantes colocan los dos ceniceros a ambos lados de las columnas, para los fumadores compulsivos. Y a partir de ahí, el millar de espectadores con que cuenta el aforo pueden acomodarse.
El teatro es celebración, tiene un punto de ritual y punto de encuentro, por lo que si fuésemos con suficiente antelación podríamos formar parte de esa comunión, de ese rito que nos convierte en celebrantes. Las posibilidades de sacar la entrada se han multiplicado. Ahora las podemos hacerlo desde casa.
Pero siempre hay quien lo deja para última hora, como sucedió el sábado 17 de marzo con la representación de El cartógrafo, cuando apenas veinte minutos antes de la hora prevista se acercaron a taquilla alrededor de 70 espectadores. Nadie se quedó sin su entrada. Pero la operación obligó a que se retrasara el inicio de la función.
Desde que internet ha facilitado el acceso a las entradas es frecuente ver cómo se pueden ver las colas del público para el acceso a la sala, todos con su entrada en la mano y todo en un margen de más o menos diez minutos antes del inicio de las representaciones.
Por lo que, pese a que desde que dirige el coliseo Paco Sanguino las entradas se cortan a ambos lados del interior del vestíbulo, y no en la cancela de la puerta principal, como hasta 2015, es inevitable ver dichas colas a la hora señalada en los exteriores.
Lo que resulta más chocante es que haya quien acuda al teatro, todavía sin entrada, cinco minutos antes de la función o el concierto. Con las facilidades que hay de adquirirlas dónde y cuándo se quiera.
