En la escala de la Administración pública, los ayuntamientos constituyen el último nivel en lo relativo a derechos y deberes de la ciudadanía. Erróneamente (porque no legislan), a los mandatos municipales de cuatro años se les dice legislaturas, por más que las ordenanzas, bandos y normativas dictadas por los ayuntamientos conformen el verdadero manto jurídico por el que se rigen las sociedades pequeñas y grandes (los vados, las zonas de aparcamiento, los horarios comerciales, la venta ambulante,...). Es, precisamente, ese último lugar en la escala legislativa el que convierte a los municipios en auténticos laberintos administrativos que dejan al protagonista de El proceso de Kafka a la altura de un pequeño ser quejicoso y tiquismiquis. Cada ordenanza municipal tiene por encima una normativa autonómica y una ley estatal que a menudo atan de pies y manos a los alcaldes. Conocí a uno de ellos (del PP), que harto de no poder distribuir el presupuesto municipal como él pensaba que era lo óptimo para su pueblo, sentó frente a él al interventor y le amenazó con retirarle complementos y productividad y apartarle del pleno. Fue en balde. Años después conocí a otro (del PSOE). Con las mismas buenas intenciones que el anterior, no se atrevió a tanto, pero la escena fue propia de Shakespeare. Preparó un proscenio similar, se reunió a solas con el interventor y el tesorero del Ayuntamiento y, en un gesto de absoluta impotencia, les entregó las llaves de la Alcaldía y les dijo: «Ahí las tenéis, a partir de ahora gobernáis vosotros». Creo que ambos (políticos y funcionarios) tienen razón. La nueva ley de contratos públicos pretende dar más transparencia a la gestión municipal y así lo harán cumplir interventores y tesoreros. Sin embargo, no deja de ser paradójico que quien promueve esa ley (desde luego, un político y no un interventor) lo haya hecho pensando en eliminar corruptelas en la gestión pública. Ni de sí mismos se fían.