Hubo un tiempo en que el análisis político era una tarea relativamente sencilla. Los alineamientos estaban más claros, la tematización de problemas tenía notable capacidad para establecer prioridades y secuencias, el discurso del cambio se reducía al de las alternancias partidarias, la ética pública jugaba un papel relativamente menor y, en fin, el modelo preponderantemente bipartidista congelaba los conflictos y aportaba comprensibilidad. Aunque a veces protestáramos, la política tenía mucho más de foto fija que de película, más de «cosa» que de «proceso». Ya no. Para bien o para mal. Aunque algunos se empeñen en no darse cuenta y reduzcan su horizonte de ansiedad a la enésima encuesta o, preferiblemente, a la confusión entre inteligencia y frase ingeniosa, a la reflexión meditada con el cotilleo de tertulia. La política espera el milagro cotidianamente. La mala noticia es que no hay milagros.

No hablaré de «nueva política», ese cliché pobre y vano, pretencioso y empalagoso que ha envejecido tan rápidamente que sintetiza lo peor del nuevo modelo. En realidad la política como fue concebida hasta anteayer ha colapsado, se ha hundido sobre sí misma. Como las estrellas. Y, para algunos, con similar dramatismo, porque una de las características del momento es que la acumulación de frivolidad ha asesinado, penúltima paradoja, al sentido del humor, como el zasca estúpido y prepotente combate con denuedo a la ironía inteligente.

Pero la política no es un subsistema independiente ni tampoco un sistema-guía que conduce a la totalidad social. Sus relaciones con lo económico o cultural son de extrema complejidad. Ya sé que esto es difícil de evaluar y que es lastre para el twitter acelerado o para los digitales en los que las noticias apenas si se abren paso entre historias de destripamientos, gastronomía desestructurada y amoríos de futbolistas, esos nuevos toreros del alma, con tonadilleras sin tono. Si un concepto ha logrado justa fama por su capacidad de síntesis es el de «sociedad líquida», acuñado por Bauman, al que le sigue una «política líquida»: como en la reciente película oscarizada, una política-monstruo con forma de agua, o, al menos, con fronteras diluidas y descosida en sus costuras clásicas. Nada de esto es apocalíptico: es simplemente el lenguaje reinventado para una nueva época, a la búsqueda de una teoría que explique nuevas prácticas. Y viceversa.

Esa licuefacción, en definitiva, no es sino el éxtasis de la fragmentación de la realidad que la política trata de ordenar y dar sentido. Una fragmentación que comienza y termina con la exaltación del mercado y termina y comienza con la inseguridad penetrante que ofrecen las instituciones políticas, desde gobiernos a parlamentos, pasando por partidos. Insisto: vano fuera rasgarse las vestiduras y ensayar un nuevo conservadurismo a base de convertir en progresismo el anhelo del pasado y la defensa numantina de todo lo que en ese pasado nos ofreció calma. Pero, dadas las circunstancias, ¿debe extrañarnos que la incertidumbre sea la gran sensación de nuestra época? Una incertidumbre que a veces se desborda en puro miedo pero que, en todo caso, invita a muchos electores a refugiarse en sesgos identitarios -a mayor identidad, mayor seguridad- o/y a asociar la política con la construcción de enemigos nítidos. Esto triunfa. Llámesele populismo o de otra manera, es la política Trump, Putin, Brexit... la que insufla de aire las velas de la extrema derecha o del hiperconservadurismo en la mayoría de Europa. ¿Y no habría de llegar hasta aquí?

El empeño de la izquierda en vivir los procesos políticos y electorales como un suceso de castigo a la derecha corrupta, egoísta y ciega, está siendo persistentemente limitado, al no ir acompañado de un programa general alternativo. Esa derecha -también la nueva derecha garbosa y hedonista, la que todos los días se levanta para inventar lugares comunes que ya eran ancianos cuando nacieron sus líderes- intuye que, en esta fase, le basta con el vigor táctico, igual que al mundo de la vida le va bien con la gracia del influencer o el lema del publicista. Es la derecha que se reinventa aparentando trascendencia mientras vive de convertir la política en una forma más de consumismo, pero que está siendo capaz de generar una corriente de fondo muy potente. Pero no puede ser autónoma. A su pesar necesita las aguas turbulentas, cenagosas, de la derecha que vive del clasicismo del miedo, la que no ha sabido nunca, aquí, definir un discurso liberal. ¿Quién se impondrá? Unos serán a medio plazo más coherentes en representar al miedo, otros a la pulsión de adecentamiento que en las filas temerosos también existen.

Pero esa corriente choca con las izquierdas que, a su vez, se encuentran revueltas en un maremagnum de recuerdos, sobresaltos, impulsos, envidias? Todo ello envuelto en vistosos pensamientos mágicos y otras formas de redefinir lo identitario, porque buena parte de las izquierdas piensan que a la política del miedo se le puede derrotar con juegos de palabras, confundiendo la creatividad filológica con la construcción de teorías y relatos sólidos y convincentes a medio plazo, cuando esas teorías y relatos -historias que den sentido a la acción- son tanto más fuertes cuanto más sobrios sean en su presentación. Si miramos la realidad desde esta perspectiva quizá entendamos fenómenos inconexos, desde la tragicomedia del Ayuntamiento de Alicante a los vaivenes de algunas fuerzas en la política española, la crisis catalana o las próximas excentricidades que nos ofrecerán los procesos de primarias. Quizá es que la izquierda deba empezar por entender que no se puede querer todo al mismo tiempo y con la misma velocidad. Bueno, se puede querer, pero como no se va a conseguir su contribución a los fenómenos de fondo puede ser una apuesta por el desconcierto que propicie la frustración.

Y viene todo esto, en la distancia corta, como reflexión parcial, líquida y fragmentaria, a propósito de algunas encuestas que parecen incluir datos y respuestas contradictorias. Lo que es especialmente importante cuando el espacio observado es más próximo y reducido. Me temo que la nostalgia será muy bien alimentada si algunos piensan que los próximos resultados en elecciones municipales, y hasta, en parte, de las autonómicas y europeas, van a depender esencialmente de cuestiones de gestión de lo frecuente. No digo yo que no sea así en algunos lugares o en algunos aspectos concretos; pero me parece que las grandes sensaciones, las grandes identificaciones con quienes tengan más capacidad para liberar de la tenaza de la incertidumbre tendrán un papel mayor. Los supermanes del caos no tendrán mucha capacidad de servir de referentes, por más que se empeñen en intentar cosechar un voto perdido en cada necesidad perentoria. Sigo algunos debates entre la impotencia y la diversión: fintas y regates que parecen poner la vida en la punta de un puñal no servirán de nada ante un mar de fondo que se agita y que está gestando olas de magnitud más que apreciable. Se salvarán los que aparejen flotas coherentes. No los que dejen todo a la brillantez de chalupas improvisadas. Cambio contra miedo sigue siendo la batalla de las profundidades. Stendhal dijo a los demonios que condenaban a Napoleón: vale, es vuestro? pero el que se atreva que lo coja. O sea: el que se atreva que baje a ver qué está pasando, porque lo que ocurre en la superficie ya nos lo sabemos.