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Vuelta de hoja

De pescaítos y buitres

Debió ser una tarde borrascosa, desapacible, una tarde de esas en que un niño no entiende lo propicio de beberse las lágrimas de Emily Brontë tras los cristales, lo conveniente de buscar un refugio fuera del hastío y del viento. Al niño lo llevaba Satán en volandas entre el orvallo y la hierba desquiciada. Según lo más probable, lo último que vio fue el arpa de hierba, los nubarrones grises, las cumbres borrascosas y unas manos como abrojos que se cernían sobre él no precisamente para acariciarle. El niño se llamaba Gabriel. Ustedes ya conocen el resto.

Hace catorce años que soy padre, catorce años que me puse a vivir de alquiler en una nube. Aún no me he bajado, ni creo que lo haga nunca. Hace catorce años que se me borraron los hastíos y las borrascas porque no hay pulsión más apabullante, más acuciante y más despabiladora que la de criar a un hijo, verlo crecer, ver cómo va formando su criterio. No hay música que iguale a ese «Buenos días, papa», «Buenas noches, papa», «Un beso, papa. Hasta luego». Uno sabe que en esos gestos está la gran obra, el sol dulcemente desparramado sobre la acera, la plenitud de todas las noches de un verano eterno. Uno sabe que de existir Dios estaría en la almohada cálidamente habitada por el hijo. Hago su cama, pliego su pijama, miro por la ventana y doy gracias porque las lágrimas de Emily Brontë ya no son más que niebla y las cumbres borrascosas, la lumbre acuosa, alegre y vivaz de los ojos de mi hijo. Por eso, porque soy padre (y aunque no lo fuera) entiendo el desgarrón, el hachazo brutal, la cima helada y cenicienta que sentó cátedra en el corazón de los padres del pequeño Gabriel. Ellos se han quedado congelados en un cristal justamente el día en que la bilis se arracimó violentamente en las manos huesudas del diablo. Llueve lentamente en la calle. Hay transeúntes grises con paraguas negros. El mundo no ha parado desde que nos sirvieran en bandeja la atrocidad. Quien mata a un niño, mata a la humanidad entera, pero esta máquina de movimiento continuo no para nunca. Como no para la sombra del buitre oteando el paisaje, olisqueando, merodeando. La horrible muerte del pequeño Gabriel está sirviendo para rascar votos, para que los australopitecos intenten aplastar el movimiento feminista, todos los movimientos (las mujeres también matan, escupe por el colmillo el machote Jiménez LoSantos), para hacer apostolado de la rancia derechona, Rafael Hernando, el inclasificable, pidiendo desde la capilla ardiente la cadena perpetua en un indecente aprovechamiento político del clima de indignación, las hordas misóginas, xenófobas, racistas y machistas, afilando la punta de las caperuzas blancas, la asesina es mujer, migrante y negra, las televisiones a todo gas ofreciendo exclusivas cada cinco minutos. Hablamos con la abuela de la prima de una vecina de un amante de la asesina. No se vayan, se lo ofrecemos en exclusiva después de la publicidad. Y todo esto produce un asco insuperable. Un niño, que es todos los niños, que es la humanidad entera y su inocencia, después de su absurda, incomprensible, terrorífica muerte, sigue siendo devorado por los buitres, sigue siendo estrangulado por los dedos desproporcionados del Belcebú de la publicidad, de la política, de los retrógrados, de la alargada sombra de la infamia. ¿Qué parte de la voluntad de la madre coraje, la mater amantísima, la mater dolorosa no se ha entendido? No retuiteen el odio, ni mi hijo ni yo somos así. No hablen de la asesina, ignórenla, no la mencionen. ¿Es tan difícil entender las palabras de una madre destrozada pero digna?

El niño Gabriel ha ganado. La bruja mala ya no está. Ahora solo hace falta que los buitres se disuelvan, que dejen de hurgar, con sus picos torvos y sus garras indecentes en las entrañas de un pececito de colores.

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