Un lustro ha pasado desde que el Papa Francisco llegó desde los arrabales del mundo. Desde esa Patagonia lejana, y ese Buenos Aires tanguero. Un Papa elegido después de una dimisión papal que hacía siglos que no ocurría. Una sorpresa donde algunos quieren ver tinieblas.

Tengo demasiada afinidad y amor por este Papa como para que no me salga un artículo elogioso. Nació el mismo día que yo, un 17 de diciembre, y se puso el nombre del santo de la paz, del remanso de paz. Me imagino a este viejo jesuita preparando su viaje de vuelta, con el mate preparado, y una elección inesperada le obligó a cambiar la maleta. No ha vuelto a Argentina en estos cinco años. Y no sé si lo hará.

Mi instrucción educativa fue jesuítica. Ignacio de Loyola ha sido un referente para mí. He leído tanto de la Compañía de Jesús, que hasta sus Superiores me han interesado. Aunque he venerado al General Pedro Arrupe. De mi etapa en el Colegio Sagrada Familia de Elda, me marcaron el Padre Abad, el Padre Aguiló, el Padre Vicente Parra, que falleció esta semana, y mi amigo el Padre Luis Colom. Todos, y alguno más, forjaron parte de la forma de trabajar para los demás, desde una profunda reflexión académica rigurosa y exigente.

Por tanto no me extrañan algunas de las posiciones tan cercanas de este Papa. Tampoco el entendimiento de todos aquellos que no piensan como él. Su aproximación a los más débiles es santo y seña de ese espíritu ignaciano. Era Cardenal, jesuita y argentino. Nada parecía que fuese el elegido. Pero lo fue. Y su primera comparecencia en el balcón, solicitando primero que lo bendijesen a él, suponía el «yo he venido para serviros».

Nada es fácil en esta Iglesia milenaria. Todas las miserias y todas las bondades se combinan en una especie de popurrí colorido. Una Iglesia necesitada de apertura con las fuerzas internas forzando el no cambio. Todas las sociedades humanas se resisten al cambio. Más aún cuando los que están piensan en la Verdad, como su verdad. Y en esta encrucijada los humanos pensamos, egoístamente, en nuestra dicha. Aunque la disfracemos de bien general. Casi todos los egoísmos humanos buscan una justificación externa, divina o de ley.

No sé cuánto cambiará esta, mi amada Iglesia, con este Papa. Pero lo más importante de este papado será el siguiente. Que seamos capaces de desterrar algunas formas no acordes a los tiempos que hagan de los gobernantes eclesiales unos verdaderos sirvientes. Si eso solo conseguimos, y no dejamos que los cargos cieguen el verdadero mensaje cristiano, habrá cuajado la primavera de Francisco. No será fácil. Nada hay fácil en las estructuras humanas cuando tenemos que renunciar a ciertos privilegios mundanos. Porque la comodidad y la pleitesía nos halagan y confortan. Y el estar más cerca de los sufridores que de los verdugos es más duro.

Pero para eso vino Jesús. Si de verdad los que ostentan cargos en la Iglesia quieren hacer exactamente lo que marcó Jesús, no han de mirar al Papa, sea quien sea el Papa, si no al propio Evangelio. Cada vez que no seguimos el mensaje de Cristo amparándonos en las leyes de la Iglesia escritas por los humanos, estamos falseando el verdadero rostro samaritano.

No sé cuándo, ni cómo, acabará el papado de Francisco. Solo Dios lo sabe. A mí me reconforta un Papa que ha puesto en primer puesto a los presos, a los niños abandonados, a los inmigrantes, a los que Jesús habría dado voz. Esto lo ha hecho siempre la Iglesia, porque una especie de velo cubrió la pompa de los cargos. Volver a reivindicar lo que tantos misioneros y curas de barrio hacen cada día por escuchar a los que nadie quiere escuchar es el mensaje inequívoco.

Dios guarde muchos años a mi Papa Francisco. Que los consagrados, curas y monjas, y los que ostentan cargos temporales en esta Iglesia de Dios sepan que seguir a Jesús es no condenar, sino escuchar y perdonar. Ningún Obispo ha de lanzar mensajes catastrofistas. Si no tienen alegría, incluso con aquellos que no nos quieren, esta religión no ata. El único que fue atado y crucificado, perdonando a los que le mataban, es al que seguimos. Aprendamos todos los cristianos.