La actual Administración norteamericana, al frente de la cual figura el presidente Donald Trump, parece dispuesta a proteger su economía creando nuevos aranceles a las importaciones y revocando unilateralmente sus acuerdos comerciales con otros países. Para ello, no duda en generar un conflicto con sus aliados que bien pudiera llegar a provocar una guerra comercial, no sólo con los europeos, sino también con China, México o Canadá que responderán, lógicamente, imponiendo medidas similares. Es esta una situación en la que todos pierden.

Las negociaciones internacionales sobre políticas comerciales a través de acuerdos multilaterales han sido siempre el modo en que los países han acordado facilitar el comercio, bien mediante reducción de aranceles o absteniéndose de imponer cuotas de importación, haciéndolo con reciprocidad y aceptando lo que la las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) disponen acerca del principio no discriminatorio de nación más favorecida. Así lo han venido haciendo la mayoría de países desde la creación del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio) en 1947, incluido los Estados Unidos que, hasta los años noventa del siglo pasado, redujo sustancialmente sus tarifas arancelarias.

Por otra parte, y a partir de la Ronda de Uruguay y la creación de la OMC en el año 1994, los países han propiciado grandes acuerdos multilaterales, a veces con negociaciones bilaterales, sobre comercio e inversión, facilitando la creación de un nuevo regionalismo comercial con la firma de importantes acuerdos de integración económica que nacen bajo el paradigma de la liberalización y la desregulación de los mercados y en un entorno económico interdependiente.

Estados Unidos, como potencia económica mundial que surge tras la II Guerra Mundial, fue siempre un país dispuesto a imponer unilateralmente decisiones de política comercial, aunque estas sean a veces contrarias a las reglas acordadas en el GATT. Lo hizo liberalizando el comercio cuando así interesaba a determinados grupos de interés o, por el contrario, cerrando sus fronteras a determinados bienes para proteger a sectores importantes de su industria nacional, caso del textil y confección en los años sesenta.

La revisión por parte de los Estados Unidos del acuerdo sobre el NAFTA, la retirada del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, el abandono de las negociaciones sobre la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión entre la UE y EE UU, la imposición de nuevos aranceles a productos chinos, la amenaza de subirlos a los europeos. Todo parece dar a entender que la Administración Trump quiere volver a los tiempos en que las políticas comerciales se empleaban para empobrecer al vecino mediante una escalada de aranceles, como lo fue la ley Smoot-Hawley de 1930 al recompensar a cada sector con su propio arancel y cuyo objetivo principal era desviar la demanda de los bienes extranjeros ( J. Bhagwati, El proteccionismo). Y todo parece indicar que los burócratas del Departamento de Comercio desean comenzar algún tipo de guerra comercial en alguna parte, desoyendo las lecciones de la historia y a sus mejores economistas.

¿Pero cuáles son realmente las verdaderas intenciones que se esconden tras este intento de internacionalizar las disputas comerciales? ¿Se pretende, tal y como ya hicieron en 1930 el representante Hawley y el senador Smoot, iniciar una escalada de aranceles para proteger la industria norteamericana, o se desea un nuevo orden económico mundial poniendo freno al crecimiento de China y ahondando en la crisis política que los nacionalismos están creando en la UE hasta desestabilizarla por completo?

Aún no tenemos respuestas claras, pero si esto va más de economía política que de política económica, es decir, con posiciones sobre el poder político del inquilino actual de la Casa Blanca, Europa no debería responder con otras medidas proteccionistas u otros obstáculos sino todo lo contrario, apostar por la defensa de un mayor multilateralismo comercial a través de encuentros bilaterales con otras regiones o países dispuestos a llegar a acuerdos que eliminen paulatinamente las barreras que impiden el comercio, tal y como ya hizo con Canadá en el Acuerdo Económico y Comercial Global (CETA, por sus siglas en inglés).

Con el socio americano, que más pronto que tarde dejará de lado su aislacionismo estratégico, habrá que volverse a sentar en una mesa de negociaciones bajo las directrices del Acuerdo sobre la Asociación Transatlántico (TTIP, por sus siglas en inglés), abandonado unilateralmente por Estados Unidos, y acordar finalmente un tratado que demuestra que las ventajas comparativas del modelo ricardiano todavía se cumplen y que los beneficios económicos a ambos lados del Atlántico se consiguen bajo una mayor libertad comercial.