Las recientes declaraciones de Iñigo Urkullu, actual lehendakari del gobierno vasco, en un acto de acusada solemnidad admitiendo el sufrimiento injusto que durante años tuvieron que soportar las víctimas de ETA mientras las instituciones vascas dirigidas por el nacionalismo miraban para otro lado, o al menos eso pareció, viene a ser otro paso más en la creación del relato que cuente de manera exacta, algún día, todo el daño que supuso para un país la existencia de un grupo minoritario de violentos que quisieron imponer sus disparatadas ideas sobre una ancestral patria vasca a una mayoría de la población mediante la utilización de la violencia, los asesinatos y la extorsión.

Y decimos otro paso más porque aunque resulta fundamental que las instituciones vascas representadas por su hoy máximo dirigente asuman que no estuvieron del lado de las víctimas de ETA, siguen faltando el resto de elementos necesarios para conformar, algún día, un intento de explicación al mismo núcleo de la historia de ETA, es decir, cómo fue posible que después de la recuperación de las libertades en España tras el golpe de Estado de 1936 y su posterior feroz dictadura siguiese existiendo un grupo de fanáticos que no dudaron en matar a todo el que se le ponía por delante mientras eran respaldados de manera activa o pasiva por buena parte de la sociedad vasca.

Y en ese ejercicio de memoria que va a tener que hacer la sociedad vasca va a ser la literatura un elemento fundamental que ayude a conformar ese relato sobre la verdad de lo ocurrido en el País Vasco dado el complejo sistema que se organizó para, por un lado, ayudar a los terroristas de manera directa y, por otro lado, no querer ver lo que se tenía delante. En el primer ámbito habría que incluir a todos aquellos que dieron un apoyo explícito a ETA, a los que actuaron de informantes sobre objetivos a secuestrar o a asesinar y a los que justificaban la violencia por un supuesto conflicto sin resolver que los responsables políticos de Madrid se negaban a aceptar. En el segundo ámbito se incluye un amplio número de grupos sociales que si bien estaban en contra de la utilización de la violencia tuvieron un comportamiento reprochable. Me refiero a los que miraron para otro lado, a los que cambiaban de acera para no saludar a un familiar de un asesinado y a los que se beneficiaron económicamente del ambiente de violencia y de la ley del silencio que impuso ETA en el País Vasco.

Autores como Edurne Portela con su ensayo El eco de los disparos (2016) y su más reciente novela Mejor la ausencia (2017) o como Fernando Aramburu y su premiado libro Patria forman parte necesaria del escenario que debe articularse para trazar el recorrido histórico de ETA, desde su creación a su desaparición, en el que el establecimiento de la verdad sobre lo ocurrido ayuden a deshilvanar el hilo conductor que nos lleve a un único final: la memoria de los ausentes.

Es ahora, por tanto, con ETA vencida gracias a la actuación judicial y policial y sobre todo gracias al esfuerzo de una democracia que impuso la libertad sobre la violencia, cuando debe iniciarse el ejercicio de memoria que sitúe a las víctimas en el lugar que se merecen, es decir, como ejemplo de luchadores por la democracia y la libertad en un ambiente y en una época en la que reivindicar valores básicos de convivencia que aparecen consagrados en la Constitución Española suponía poner en riesgo la propia vida. Debe aclararse la participación de esa parte de la sociedad vasca que apoyó de manera clara a ETA, esa parte que insultaba a los escasos participantes de las concentraciones silenciosas que se producían después de un atentado y que recibía generosas cantidades de dinero por informar sobre los movimientos de posibles víctimas o por organizar violencia callejera quemando autobuses. Debe aclararse también el silencio del nacionalismo vasco y su tibia actuación después de cada atentado así como de todos aquellos empresarios que se aprovecharon de la ausencia de un libre comercio real para hacerse millonarios a cambio de no hacer preguntas. Los dirigentes de ETA supieron utilizar muy bien los mismos entresijos sociales que utilizaron los nazis en Alemania o Austria en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, creando víctimas a las que culpar de una supuesta afrenta y al mismo tiempo otorgando beneficios económicos a aquellos que miraban para otro lado.

Recordamos hoy a Gregorio Ordóñez, político del Partido Popular en el País Vasco asesinado por ETA en 1995 de un tiro por la espalda mientras comía en un restaurante del centro de San Sebastián. Un encapuchado se acercó y lo mató de un sólo tiro. Su único hijo, que tenía catorce meses cuando lo mataron, sólo ha conocido a su padre en la memoria de los demás.