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Desde mi terraza

¡Qué bien envejeces!

En uno de mis viajes a Madrid me encontré con Miki Molina, quien llenándome de besos y abrazos (Miguel es una de las personas más cariñosas y simpáticas que he conocido en mi vida) me espetó: «¡Qué bien envejeces!». No sabía cómo tomármelo, porque su seguramente buena intención no hizo sino enfrentarme, una vez más, con la cruda realidad. Aunque pensándolo bien llegué a la conclusión de que esa realidad no era tan dura, simplemente «era». Y es que, habiendo rebasado la línea de los setenta, y tras sobrevivir a diversas y peligrosas incidencias físicas, inicio la cuesta abajo con bastante dignidad, gracias a los cuidados que me he impuesto como obligación, entre los que se encuentran las diversas cremas que, gracias al incremento de mi pensión en un 0,25 por ciento que la generosidad del Gobierno Rajoy ha hecho posible, puedo permitirme. Y junto a las pócimas, intento nadar en la piscina del gimnasio con la mayor frecuencia posible, y no olvido las siete píldoras milagrosas que cada mañana forman parte obligatoria de mi desayuno. Claro que procuro hacer oídos sordos a mensajes como el que acabo de recibir por whatsapp: «En mi libro Todavía es martes, te queda mierda hasta que te artes hablo de cómo afrontar la semana con ilusión y optimismo». Ni caso, mi meta de seguir intentando ponerme los calcetines sin demasiada dificultad sigue incólume; lo mismo que sigo alimentando mi espíritu de manjares como esa Polonesa chopiniana que ayer mismo escuché gracias a la Sociedad de Conciertos y a las manos prodigiosas del pianista polaco Rafal Blechacz. Y no me dejo abatir por los sustos que los espejos asesinos de las tiendas de ropa me asaltan a traición, estarán de acuerdo conmigo muchos lectores en que esa sí es una verdadera prueba de superación; ni tampoco me sume en la miseria que mi ciudad lleve tres años con un gobierno municipal en perpetua bronca de patio de vecinos, o que ni siquiera eche de menos los tiempos en que no se secuestraban libros ni se metía en la cárcel a raperos, por mucho que estos tengan un concepto muy personal de lo que es la libertad de expresión; o que el debate político sea ahora defender una cadena perpetua agazapada tras un eufemismo jurídico, o que un trozo de mi país se empeñe machaconamente en no acatar las leyes vigentes, en lugar de intentar cambiarlas. O sea que gracias a que paso olímpicamente de todas esas minucias, Miguel Molina me ve con un aspecto aceptable. Y voy yo y me lo creo. Lo que sí creo es que, además de los aconsejables cuidados físicos, puedo vanagloriarme de estar rodeado de personas agradables, respetuosas con las opiniones contrarias a las suyas, cultas, educadas y con sentido del humor; desde que me propuse (y creo que lo conseguí) apartar de mi vida a todo aquel o aquello que me transmitiera energías negativas, desasosiego o mal rollo, todo ha mejorado en mi estado de ánimo, y eso, por pura lógica, se refleja en el físico. Supongo que también habrán contribuido los amaneceres en mi terraza, o las cenas relajantes bajo los toldos amarillos tras horas en la cocina para que los «spaghetti alle vóngole», los calamares rellenos o el arroz con conejo y caracoles alcancen una buena calificación por los comensales que con frecuencia me acompañan. Si a todo lo anterior añadimos la suerte de tener una familia bien avenida, sin cuñados (o cuñadas) que agüen las cenas navideñas, podemos afirmar que los «singles», los que vivimos solos, alcanzaremos a llevar una vejez digna; lo que es extensible a los que viven en armoniosa compañía. Todos estamos obligados a intentarlo.

Quien no envejecerá es el niño Gabriel porque la maldad humana le envió a pescar peces por el cielo; y los que seguimos pisando tierra firme nadamos entre lágrimas de dolor, de estupor y de incredulidad ante lo increíble. Descanse en paz otro inocente.

La Perla. «El secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad» (Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura)

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