Las teorías morales parece que han sido arrinconadas en la sociedad digital, hasta el punto de que son obviadas y sustituidas por las jurídicas. Se ha establecido una cadena de despropósitos alrededor del funcionamiento social que puede llegar a desquiciar el sistema, sobre todo porque se pierden los principios básicos donde tendrían que asentarse. La forma más óptima de convivencia social radicaría en la autorregulación, sopesando los valores y consecuencias de estos en las acciones sociales, pero todo está derivando en un exceso de judicialización que se aproxima más a la policía del pensamiento de Orwell que al mundo utópico de Tomás Moro.

Hoy en día, los resultados de las acciones sociales no están en consonancia con las consecuencias esperadas, sobre todo desde una perspectiva ética y moral. La sociedad moderna está perdiendo, a la misma velocidad con la que se alimenta de información, todo el bagaje moral que se supone que ha ido acumulando durante varios siglos. Posiblemente lo más irritante y peligroso se encuentre apostado en la gran cantidad de lagunas e incongruencias que el propio sistema social está desarrollando desde los pilares institucionales convencionales, la política, la religión y los poderes jurídicos.

En la sociedad digital, las normas sociales parecen tomar vida propia amparándose en convencionalismos difíciles de dirimir en términos racionales. Las libertades individuales y sociales entran en un continuo enfrentamiento que provoca malestar general, por lo que se termina recurriendo a la justicia como balanza equilibrada y equitativa, quedándose la política y la religión al margen del conflicto, normalmente por incompetencia manifiesta. Las consecuencias de la aparición de nuevas normas sociales al margen de lo previamente consensuado, generan conflictos absurdos que tienen que ser sentenciados por los sabios juristas.

Todo aquello que antaño se iba perfilando como norma social de una manera pausada para que la sociedad en su conjunto pudiera aceptarla como tal, pasa ahora a ser un atropello por la velocidad que adquieren los acontecimientos digitales, reduciendo a la mínima expresión la posibilidad de entendimiento y acatamiento por parte de todos de una forma no impuesta. La política no es capaz de encauzar las consecuencias sociales con la rapidez que se exige, la religión sigue estancada en su pasado arguyendo los tópicos tradicionales y la justicia es la que se entroniza y pasa a ser el órgano regulador de la sociedad digital. Estamos cada vez más lejos de un equilibrio justo de lo moral y lo ético, donde los propios ciudadanos sean los que desarrollen y acepten los principios en los que se quiere convivir.