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No digas ni pío

La imposibilidad de escribir un artículo sin que alguien se sienta lastimado u ofendido

Quiero hoy contarles un relato de Quevedo, pero se precisa una introducción. Resulta hoy ya imposible escribir un artículo sin que alguien se sienta lastimado por lo que en él se dice o por lo que piensa que en él se dice. La capacidad de proyectar las frustraciones o anhelos propios sobre lo que un modesto columnista escribe se ha convertido en moneda corriente. Nunca imaginé que tanta policía del pensamiento hubiera. Se ofenden los individuos de las instituciones. Se ofenden y enfadan los particulares por interpretar que el articulista pone lo que el articulista no pone. Puede que esté bien: pagar el precio (modestísimo) del periódico o la suscripción al mismo da derecho a discrepar y contestar. Pero la herida que producían unas líneas se saldaba antes con una carta de respuesta o una reconvención al autor. Ahora, por el contrario, la policía del pensamiento te busca la ruina, redes sociales mediante. Se ofenden y te abrasan las feministas y los feministas a poco que se te escape lo que toman como micromachismo. Se ofende el machista del quinto y jura no leerte más si entiende que militas en el feminismo (allá él, por cierto). Se ofenden y te llenan de barbaridades tu muro social ecologistas, funcionarios públicos, profesores, culés y merengues, izquierdistas, populistas, derechistas y ultracentristas. Se ofende el público si hablas de la primavera y también si comentas desgracias. La susceptibilidad está a flor de piel, como en el chiste en que un viandante llama a otro: "¡Oye, tú!" Y el interpelado responde: "¡Pues anda, que tú€!" La lapidación viene de lejos, claro, como demuestra el relato de Quevedo, palmario ejemplo de cómo la policía del pensamiento aterroriza y cómo la usa el pícaro don Pablos para zamparse unas gallinas que la patrona de su casa en Segovia atesoraba. "Un día, estando dándoles de comer, comenzó a decir: ´¡Pío, pío!´ Y esto muchas veces. Yo que oí el modo de llamar, comencé a dar voces, y dije: ´¡Oh, cuerpo de Dios, ama, no hubierádes muerto un hombre o hurtado moneda al rey, cosa que pudiera callar, y no haber hecho lo que habéis hecho, que es imposible dejarlo de decir! ¡Malaventurado de mí y de vos!´". La huésped se turba e intriga al ver el follón que forma don Pablos: "Pues, Pablos, ¿yo qué he hecho?". El astuto y famélico protagonista asegura que no puede "dejar de dar parte a la Inquisición" (a la policía del pensamiento) so pena de verse excomulgado. La mujer cae presa del pánico: está dispuesta a desdecirse de lo que fuere, pero no sabe de qué (esa es la sutilidad usada por la policía del pensamiento). Don Pablos la saca de su ignorancia: "¿No os acordáis que dijisteis a los pollos, pío, pío, y es Pío nombre de papas, vicarios de Dios y cabezas de la Iglesia?". Ella queda como muerta. Se ve ya ante los tribunales inquisitoriales. Pide y pide perdón, jura arrepentimiento, sostiene que fue inconsciente. El pícaro, entonces, urde una solución: "Será necesario que estos dos pollos, que comieron llamándoles con el santísimo nombre de los pontífices, me los deis para que los lleve a un familiar [a un miembro de la Inquisición] que los queme, porque están dañados". Y cómo se lo agradece el ama, tanto que le regala un pollo más. Naturalmente, se trataba de un ardid. De modo que Pablos y sus amigos se comen muy a su sabor las aves. Moraleja: causar miedo, amenazar con la muerte civil y condenar al silencio. He ahí el método censor que tantos tiquismiquis dispuestos a armar la marimorena a la menor practican. Ante ello, solo cabe plegarse o ejercer lo que Quevedo nos propuso en un poema: "No he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo". El escritor elija: no decir ni pío o piar hoy más que nunca.

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