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El barro

Hace años, hace unas pocas décadas, el silencio era la mayor señal de respeto, de la misma manera que insultar a alguien estallaba como un petardo en un vecindario, en una calle, en un barrio. Insultar a alguien -quizás puedan recordarlo - se nos antojaba singularmente grave. La agresión verbal era cosa de pibes deslenguados, de chiflados y de protodelincuentes. Más grave que pegarle una bofetada a alguien era llamarlo hijoputa en la cara. Ahora no. Ahora se insulta a diario, con inspirada fruición, con una disponibilidad incansable. Sobre todo en las redes sociales. No creo que me perturbe mi condición de periodista, incluso de periodista insultado. Ocurre con todo el mundo. Y a través de tweeter el insulto se ha elevado a la condición de derecho democrático. ¿Por qué no voy a insultar si me putean, si me amargan la vida, si estoy desempleado hace un lustro pese a mis dos carreras universitarias, si soy mujer hastiada del acoso y el ningüneo, si soy un inmigrante y me han llamado puto sudaca? Nadie puede pedirme que no insulte. Nadie puede exigirme que no insulte.

Se descubre el cadáver de un niño asesinado y al cabo de una hora ya se han espetado 100.000 tuits al respecto. Los tuiteros no saben absolutamente nada pero, por supuesto, ese no es un motivo justificado para callar. Debes demostrar tu dolor, tu malestar, tu lástima y, oh, evidentemente, tu santa y sórdida indignación. A ver cuándo matan de una vez a la negra esa, que hace ya cuatro horas que encontraron el cadáver de la criatura en el maletero de su coche. Nada, seis horas ya y sigue coleando. Antaño la gente vivía otras vidas a través de la ficción: el teatro, el cine, los títeres, los cuentos o las novelas. Se reía, irritaba, burlaba o enaltecía a través de narraciones, personajes y símbolos. Ha ocurrido algo bastante perturbador: ahora se vive otras vidas - la de aquel que sabe cómo acabar con la corrupción, la del mejor estratega de la selección de fútbol española, la del que conoce lo que piensan exactamente las feministas o los independentistas catalanes aunque no haya tenido el gusto de conocer a independentistas catalanes ni a feministas - a través de la vampirización retórica de vidas reales en tiempo real. De su exaltación estúpida o su lapidación entusiasta. Endosamos nuestras pequeñas catarsis a las vidas, alegrías y sufrimientos ajenos. Las vidas de los otros son chismes, chistes, chistorras para nuestras meriendas de miedo, mugre trivial y resentimiento vigilante. Es la mayoría de edad del cretinismo virtual y virtuoso. Chismosos ontológicos. Efervescentes mirones idiotizados. Una forma de degradación repugnante que lo termina infectando todo.

No acusemos a los dirigentes políticos y a los medios de comunicación, dos fraternidades cuyos modelos de negocios son cada vez más indistinguibles, de lo que está ocurriendo con el insoportable secuestro y estrangulamiento de un niño. Un niño como cualquier otro, es decir, irrepetible. Por supuesto que buscan votos y dinero y solo votos y dinero: audiencia. Unos inventan noticias y otros visitan la capilla ardiente para mascullar declaraciones tronantes frente al cuerpo helado. Pero no, no somos inocentes como la víctima. El barro atroz con las que trabajan estos alfareros miserables somos nosotros.

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