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Javier Mondéjar.

El indignado burgués

Javier Mondéjar

La pastilla de la desinhibición

Tengo un conocido que de ordinario es tan reprimido como cualquier otro bípedo, pero que de vez en cuando se ve obligado a tomar un medicamento con un grave efecto secundario: la desinhibición. Medicado, mi conocido puede decir cualquier barbaridad sin que le tiemble el belfo porque su mente no está condicionada por las barreras que el cerebro nos pone para facilitar la sociabilidad. No hace falta que les cuente que más allá de risitas cómplices cuando dice alguna burrada, no es que mi amigo genere excesivas adhesiones, y comer con él significa estar en guardia, temblando de angustia, porque no sabes por dónde te va a salir, que casi siempre será por «do más pecado había», como en el romance medieval de Don Rodrigo.

Si dijéramos lo primero que pensamos, la sociedad estaría en constante guerra civil, no habría amistad ni matrimonio que durara más de un telediario y la violencia sustituiría a la capa de educación que nos reviste, porque en el fondo no somos más que fieras corrupias sedientas de sangre del prójimo. El barniz de la inhibición nos protege de la Bestia que llevamos dentro por mucha Bella que nos creamos. Todo hasta que se rompen los diques y ahí que nos desparramamos.

Que no se crean, no deja de ser una liberación eso de desparramarse, y no me piensen mal, que sé que alguno de ustedes tiene una mente sucia, pero por ahí no me van a pillar. Díganme si no sería la experiencia de su vida decirle a su jefe -o jefa- qué opina de verdad de su talento y capacidad, o al vecino del Sexto A de sus perracos, o a su pareja de los bigudíes o a Rajoy de sus ocurrencias, y de ahí «palante». Hasta a mí, que me desparramo bastante por estas páginas, se me hace la boca agua de lo que sería capaz de escribir con la pastillita de marras, especialmente porque me permitiría utilizar las negritas con mayor deleite (aviso a los no periodistas: las negritas remarcan los nombres propios). Eso me llevaría probablemente a la trena por difamación, calumnia, libelo, premeditación, alevosía? y más pena que gloria, pero que me quitaran lo bailado.

No sé si será la pastilla de la desinhibición o que cuando no tienes nada que perder te pegas un homenaje, pero en estas últimas semanas veo muchos desahogos de protagonistas de la Gürtel, de gentes como Granados y hasta de respetables señorías. El que fue valido de la Espe a cuenta de si la Cifu tenía un romance o no con «el niño del ático»; el «Bigotes» que está en curso de sofritos y si no presta atención le van a catear; el «curita» apelando al amor fraterno con un actor, dado que su amiguito del alma ha sustituido su cariño por los fogones; la jueza que prohibe «Fariña» añorando al Tribunal de Orden Público que, semana sí semana no, secuestraba «La Codorniz»; el Ricky que se va a comer solo el marrón su abuela, que en ese huevo mojábamos todos? Por desinhibirse hasta Echávarri ha dicho que él se ve como alcalde en las próximas, que ya hay que tomarse pastillas para llegar a tal confusión mental.

Mucho alivio veo yo en todas estas historias, el mismo que debían sentir las damas del XIX cuando se quitaban el corsé y liberaban su líbido, probablemente más por librarse de las barbas de ballena que por gusto. Y ya que pienso en ello, me recuerda el affaire de la Pardo Bazán y de Galdós y de su célebre final que si no es verdad, está bien contado, cuando después de ser amantes y que la condesa se desparramase en un centenar de tórridas cartas (digámoslo con finura), llegaron a odiarse con esmero. Dice la historia que se cruzaron en una escalera y ella le espetó: «Adiós, viejo chocho» y recibió la réplica de Don Benito: «Adiós, chocho viejo». No me consta que estuvieran medicados, como mi conocido, pero reconozcan que fue un desmadre brutal de los que apetecen.

De siempre se ha dicho que hablar bien conserva la dentadura, especialmente si la grosería se lanza a alguien carente de sentido del humor, cuando su tamaño es de armario ropero y disfruta de manos como jamones. La condesa era tipo «curvy» o modelo XXL y Galdós más bien esmirriado, pero se conoce que corría mucho o la dama temía tropezar con los refajos, por lo que no se cuenta cómo acabo el incidente. Es seguro que me hubiera gustado verlo, entre otras cosas porque admiro tanto a la autora de «Los Pazos de Ulloa» como al de «Los Episodios Nacionales» e imaginarles enredados en escenas domésticas no deja de resultar una venganza poética que de algún modo me redime por no disfrutar de su talento.

Reconozcan conmigo que el mundo sería más divertido si todos anduviéramos hasta las trancas de la pastillita, pero que probablemente la Civilización desaparecería en horas y nos convertiríamos en unos cromagnones de lo más aparente.

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