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¡Señor Linde, no nos avergüence!

Hace unos años, un amigo americano me comentaba un profundo cambio que se estaba produciendo en Estados Unidos. Era un asunto parecido al tema de la película Comanchería, en la que los bancos utilizaban cláusulas abusivas de hipotecas para hacerse con propiedades mucho más valiosas. Pero lo que me contaba este amigo era algo diferente. Se inducía a los jubilados a vender sus casas a los bancos para asegurarse una pensión con la que compensar los elevados precios de las residencias de ancianos. La consecuencia es inmediata. En las actuales condiciones laborales y con los nuevos sueldos, los descendientes de esas clases trabajadores no podrán acceder jamás a una propiedad inmobiliaria. Tendrán que endeudarse hasta las cejas si quieren llegar a tener una vivienda en propiedad, o hacer frente a alquileres de precios disparados.

Años después, puntual a la cita, como si atendiera una consigna, el gobernador del Banco de España, Luis Linde, sorprendió al público con unas declaraciones que sembraron estupor. De forma coherente, el Gobierno no ha hecho comentario alguno. Por supuesto conviene preguntarse ante todo si entre las competencias del señor Linde está la de provocar a la sociedad española. En todo caso, sus declaraciones soliviantaron a los pensionistas que, justo en esos mismos momentos, ponían a Mariano Rajoy contra las cuerdas. Dijo Linde que los pensionistas no solo deben computar como patrimonio el dinero de su pensión, sino también el de su vivienda en propiedad.

Los más destacados analistas comentaron al unísono que Linde había perdido una oportunidad de estar callado. Sin embargo, la división de trabajo entre él y el Gobierno obliga a evaluar detenidamente sus palabras. No estamos ante una ocurrencia. Lo que quería decir el jefe del Banco de España es que, frente a los alemanes y a los holandeses, que viven de alquiler, los españoles, en lugar de poner el dinero de nuestros ahorros en planes de pensiones, y confiados en que el Estado español es responsable, dedicamos nuestros ahorros a comprar una vivienda. Así que, como mínimo, Linde acusaba a los españoles de ser unos tramposos: se presentan como jubilados desprotegidos, pero en realidad todos ellos tienen patrimonio inmobiliario.

Tras esta desastrosa argumentación, pronto descubrimos una dura pedagogía. Si no atendemos las recomendaciones de hacer planes de pensiones privados, la gobernanza del país no tendrá demasiados escrúpulos en rebajar las prestaciones según las previsiones de la esperanza de vida, ni en presionar a los pensionistas para que movilicen sus propiedades como complemento. En suma, presionar en la misma dirección que mi amigo comenzó a observar en Estados Unidos. El piso, la modesta casa como parte de la pensión de jubilación. Como si esas humildes propiedades hubieran llovido del cielo, como si no se hubieran adquirido con duros años de hipotecas y de esfuerzos, ahora este Estado, mediante uno de sus portavoces económicos más cualificados, recomienda que acaben sus vidas en balance cero, que vendan esas propiedades y que no se quejen tanto.

Lo que hay aquí es la comprensión de que las condiciones laborales de los trabajadores de hace cuarenta años fueron demasiado favorables para ellos, y que por ese error histórico del capitalismo se adquirieron propiedades inmobiliarias que ahora obstaculizan el dinamismo del mercado. Se trata entonces de garantizar que esas propiedades pasen al mercado, sirviendo de nicho de inversión para convertirlas en viviendas de alquileres, por las que, al final, sus hijos e hijas tendrán que pagar, eso sí, al precio que marquen los turistas internacionales cuando vengan de vacaciones. De este modo, la siguiente generación tendrá que someterse a un mercado sin la corrección democrática del legado de los padres.

La expropiación masiva que se derivaría de imponer esta comprensión de las cosas es lo que se prepara con esta campaña, dirigida por los voceros del capitalismo internacional y sus aliados, que tiende a sembrar la inseguridad entre los jubilados. Forjada en las mismas mentes que en 2008 se fundió los planes de pensiones de millones de americanos, esta operación aspira a apropiarse de lo único que todavía les queda tras la larga vida de trabajo: su casa. Y esto es lo que me lleva a calificar de desalmadas las manifestaciones de Linde: que un servidor público sirva a un plan verdaderamente diabólico que parte del principio de que las clases populares pueden aspirar a tener casa o pensión, pero no las dos cosas. ¿Es este el rostro del nuevo Estado? ¿Y nada que decir desde la izquierda?

Por supuesto, podemos decir que estamos ante un capitalismo de piratas. Pues los jubilados con sus cotizaciones capitalizaron al Estado, ofrecieron la liquidez para pagar las pensiones del pasado, y los gobernantes no pueden ahora disponer arbitrariamente de ese dinero, amenazando las pensiones con recortes, disminuciones o congelaciones. El Estado no es el propietario de ese dinero, sino su administrador y, por lo tanto, no estamos hablando de solidaridad ni de justicia. Ambas cosas obligarían a pagar pensiones no contributivas. Pero aquí estamos hablando de garantizar lo propio, lo ya entregado. Eso es lo que un gobernante serio debería asumir, y de ningún modo sugerir que los pensionistas vendan su casa.

De esta manera una concepción del mundo se impone con la perfección de un sistema inexpugnable. Cuando a Carl Schmitt le preguntaron en Núremberg cómo podría explicarse que nadie resistiera al nazismo, la respuesta fue ésta: el sistema de gobierno moderno -eso que él llamaba la organización- disolvía todos los vínculos sociales hasta plantear la relación entre el ser humano y el Estado en términos de individuos. Era comprensible que los individuos se sintieran impotentes frente a una maquinaria que los dejaba aislados, solitarios. Hay una continuidad entre esta aspiración y la comprensión neoliberal del ser humano como el homo economicus. Y a ella sirve Linde de forma vergonzosa cuando habla en términos del pensionista como un individuo solitario y aislado que debe computar su capital y organizar su vida de acuerdo al mercado.

Pues lo que Linde ha recomendado exige romper la continuidad familiar, eliminar esta solidaridad fundamental del mundo de la vida que tanta resistencia ofrece al capitalismo (con razón dijo Weber que el único comunismo realmente existente es la familia), destruir toda comprensión alternativa de capitalización, la que favorece a la gente sencilla, de tal modo que todos y cada uno de nosotros, sin anclaje alguno en la vida social, nos expongamos a la intemperie, desnudos, sometidos a unas condiciones de mercado cada vez más duras, cada vez más exigentes, cada vez más controladas por los grandes flujos de capital centralizados, en los que se mezclan las corrientes especulativas con la basura del mundo. Imaginemos por un instante esa forma de vida. Seres humanos que nacen, se endeudan, luchan en condiciones de mercado asfixiantes, aspiran a una improbable capitalización y tienen que pasar sus años finales contando si les llegará esa capitalización para no morirse de hambre. Una vida que se disuelve en el cero de un balance. Luego los filósofos pueden esforzarse en definir el nihilismo. Éstas serían vidas que surgirían de la nada y desaparecerían en la nada, sin vínculo alguno con la generación siguiente, cuya precariedad no haría sino preparar la precariedad multiplicada de sus hijas e hijos. ¡Y todo esto al servicio de un altar sin rostro, de cifras de ceros y unos!

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