Imaginemos una novela negra en la que todo parecido con la realidad es pura coincidencia. Si yo fuese concejal de Urbanismo de un Ayuntamiento, con todo lo que se está haciendo público de mordidas y con lo que no es tan público de cestas navideñas con doble fondo, tendría en mi despacho un equipo profesional de grabación como el de los aparcamientos vigilados, veinticuatro horas al día. Claro que si dejara de serlo, lo desmontaría y me lo llevaría por aquello de que lo que sepa la mano izquierda que no lo sepa la derecha, y porque no querría que se supiera que grababa a mis interlocutores sin su conocimiento. Por otra parte, si fuera alcalde de una ciudad y me llevara peor que mal con el concejal de Urbanismo, supongo que me encantaría que alguno de mis muchos asesores, a ser posible sin que yo lo supiera oficialmente, grabara las conversaciones del edil para estar informado de todo, saber a qué atenerme en todo momento y, sobre todo, poder usarlo en su contra. Claro que si el responsable urbanístico de marras dejara el puesto y lo ocupara alguien de mi confianza, desmontaría el chiringuito en un visto y no visto porque tampoco querría que nadie se enterara sobre tan reprobable comportamiento. Si yo sustituyera en el cargo a un concejal de Urbanismo de otro partido con el que mi grupo tiene una encarnizada batalla y me encuentro en el despacho un rudimentario sistema de grabación, lo primero que haría sería llamar a un notario, para dar fe; a continuación, al secretario del Ayuntamiento, para que levante acta; y de inmediato presentaría una denuncia para que todo el mundo tuviera conocimiento de cómo se las gastan en esa área. Demasiada novela negra dirán ustedes. Pues sí, pero ni tras veinte años leyendo tramas y subterfugios soy capaz de realizar una hipótesis mínimamente coherente del porqué un equipo de gobierno mantendría la boca cerrada durante dos meses y no daría importancia al asunto.
