Dicen algunos y algunas, aunque yo no he podido constatarlo, que el ser humano adulto se diferencia de los animales, entre otras muchas cosas, en que tiene la absoluta certeza de que un día morirá. No creo que la lagartija ibérica (Podarcis hispanicus), la perdiz en escabeche, el lobo de Caperucita o el besugo a la donostiarra, sean conscientes de que más temprano que tarde abandonarán este mundo ingrato que les ha tocado vivir. Sin embargo, los hombres y mujeres que han sido, son y serán, conocen irremediablemente su destino final pese a que en su día contaran con orgullo que acompañaron a Artemisa para dar sepultura a su marido (y hermano a la vez) Mausolo, sátrapa de Caria, a su famoso mausoleo de Halicarnaso; o que presuman de haber descubierto el cansino secreto que guarda, al parecer, «La última cena» de Leonardo; o que afirmen haber leído, entendiéndola, «La Fenomenología del espíritu» de Hegel; o que supieran, en fin, diferenciar con clásica autoridad «El anillo del Nibelungo» de Wagner que dirigió el alemán Hans Knappertsbusch en Bayreuth (sobre todo el de 1956, cuyo turbador Götterdämmerung estoy escuchando ahora más vivo que muerto), de aquel «anillo del centenario» dirigido por el francés Pierre Boulez, padre del serialismo integral. Pese a esas excelencias vividas nada les privará de la muerte. Como dijo Benjamin Franklin, solo hay dos cosas ciertas en la vida: la muerte y los impuestos. De ahí que constituya una macabra antilogía el que su rostro aparezca de por vida en los billetes de cien dólares yankees.

Hablando de muerte y de vida, y como España es el único país del mundo que pide perdón incluso por las cosas que no ha hecho, en vez de reconocer el éxito y la valía de nuestra sanidad pública, de los profesionales que en ella trabajan; en vez de mejorar esa sanidad con mayores dotaciones humanas y presupuestarias, a partir de las experiencias que ya se conocen y que están acreditadas como válidas; en vez de caminar por esa vía, algunos partidos políticos de algunas autonomías (fundamentalmente populistas y nacionalistas) tratan de imponer la exigencia del llamado idioma vernáculo -y lo conseguirán- a los médicos y médicas, a los enfermeros y enfermeras que vayan a laborar en sus cortijos territoriales. El idioma se convierte así en un motivo de exclusión para trabajar en la sanidad pública. La lengua pasa de ser un mérito a convertirse en un requisito muchas veces insalvable para muchas personas. Pero no solo es eso, en diferentes autonomías se le concede mayor valor al conocimiento de la lengua que a la formación académica y profesional. Se valora más el euskera o el catalán que haber realizado el MIR, acreditar centenares de horas de formación continuada, haber publicado un libro científico o tener un doctorado. Según publicaba el Boletín Oficial del País Vasco en febrero, al conocimiento superior del euskera se le asignan 18 puntos y a un doctorado cum laude 10. Y en Baleares, tan exigentes con el idioma catalán, solo 5 de las 7.000 quejas recibidas en la sanidad pública fueron porque el profesional no sabía catalán. «Los idiomas no salvan vidas», coreaban hace unos días los profesionales de la sanidad en Mallorca.

¿Cómo es posible que el tema de las lenguas enfangue nuestra sanidad pública? ¿Qué es lo realmente importante, la lengua o la excelencia médica? ¿Qué reclama el paciente? ¿Ha funcionado mal nuestra sanidad pública porque en algunas autonomías los profesionales médicos no hablaran catalán, euskera, valenciano, ibicenco, menorquín, mallorquín, gallego o bable? España -sí, España-, es el segundo país con mayor esperanza de vida de la OCDE; España -sí, España-, lleva 26 años consecutivos como líder mundial -sí, mundial- de trasplantes y donaciones; España -sí, España-, se encuentra en el top ten mundial (8º puesto) en atención sanitaria y acceso al sistema de salud pública, según publicaba la prestigiosa revista médica «The Lancet». ¿La mejora del sistema de salud pública vendrá con las exigencias del idioma? ¿Tanto condiciona a los políticos, a algunos partidos, la ideología como para primar sobre las excelencias profesionales de los médicos? ¿Se atreverían los populismos y nacionalismos excluyentes a convocar un referéndum sobre ese tema? ¿Qué preferiría un político nacionalista-mallorquín-parlante en la mesa del quirófano: que le opere el mejor de los médicos, o el médico que mejor habla catalán? Contéstenme ustedes dos después de la intervención.

Recuerdo la anécdota de un cínico y bien vivido burgués en la Francia del siglo XIX que, postrado en su cama, gravemente enfermo, escuchaba al médico decirle la buena salud de que gozaba. «Gracias, doctor; es un alivio, ahora sé que muero perfectamente sano». Si esta enajenante deriva de la lengua en nuestra sanidad pública continúa, si no hacemos primar los méritos científicos y profesionales sobre la imposición del idioma, puede que no estemos muy lejos de escuchar similares ironías de algún afligido paciente. «Gracias, doctor; aunque me he quedado ciego, lo puedo ver en varios idiomas». Como dicen los profesionales de la medicina, los idiomas no salvan vidas; los idiomas no salvan vidas; los idiomas no salvan vidas?