En septiembre de 2015, mientras los gobiernos europeos debatían a regañadientes las insignificantes cuotas de refugiados que cada país acogería para dar respuesta a la llegada de cientos de miles de ellos en penosas travesías a través del Mediterráneo, publiqué un artículo en este diario titulado «Preparémonos para una crisis de refugiados prolongada». Al final del mismo, señalaba: «Nos enfrentamos a una situación que va a prolongarse en el tiempo, que requiere de la máxima coordinación institucional, y que va a cambiar en profundidad las políticas de asilo al tiempo que va a endurecer notablemente las políticas migratorias». Desgraciadamente, los acontecimientos han confirmado estas previsiones, viviéndose en estos momentos transformaciones profundas a nivel global y en muchos países que están afectando medularmente a las políticas migratorias y de refugio. Hasta tal punto que los grandes desplazamientos de personas en el mundo centran las agendas de gobiernos y numerosas instituciones multilaterales en estos momentos.

Cuando mi artículo se publicó, el centro de control de migraciones del ministerio alemán de Asuntos Exteriores contabilizaba los refugiados que habían llegado al país a través de la ruta del Mediterráneo, muchos de ellos huyendo de la guerra en Siria, y que por aquel entonces superaban los 700.000 en una avalancha que llenó las calles y las estaciones de ferrocarril. De todos ellos, a unos 300.000 se les rechazó su solicitud de asilo, estando a la espera de su regreso hasta sus países de origen, al tiempo que Alemania ha reforzado considerablemente sus dispositivos de acogida y atención a la población refugiada. Mientras tanto, este país ha vivido un notable ascenso de la xenofobia, junto a un aumento de la ultraderecha que ha utilizado la inmigración y el terrorismo yihadista como un arma política que ha generado importantes turbulencias. Las dificultades para la formación de un nuevo gobierno por parte de la canciller Angela Merkel desde septiembre no son ajenas a todo ello, como destaca Erik Berglöf, director del Instituto de Asuntos Globales en la London School of Economics.

Desde entonces, tras el fracaso de la llamada Agenda Europea de Migración y en particular de las incumplidas cuotas de acogida de refugiados asignadas a cada país, en la UE se ha impuesto una política egoísta en los estados miembros que ha impedido avanzar sobre los criterios de solidaridad compartida que figuran en los tratados europeos. Como bien ha dicho el comisario griego de migración, Dimitris Avramopoulos, el proyecto europeo se ha visto en peligro «por la crisis migratoria y de refugiados, ya que está vinculada directamente a los principios y valores europeos» que han sido dañados. Y lejos de aprender de los errores, la reforma de la política de asilo y la revisión del reglamento de Dublín que determina el tratamiento de las solicitudes de asilo en el seno de la Unión Europea se encuentra bloqueada por la enorme división existente con aquellos países que se niegan en redondo al establecimiento de una distribución de cuotas de asilo en caso de nuevas llegadas masivas de refugiados, encabezados por Polonia, Hungría y la República Checa. Lamentablemente, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, se ha hecho eco de estas muestras de insolidaridad, llegando a proponer el abandono de las cuotas obligatorias de refugiados, todo un desprecio frente a los cientos de miles de ellos asumidos por Grecia e Italia en los últimos años. Mientras tanto, el gobierno francés de Emmanuel Macron acaba de presentar un controvertido proyecto de ley que busca endurecer notablemente la política de inmigración y asilo, contando con un notable rechazo entre cualificadas instituciones, como la Corte Nacional del Derecho al Asilo en Francia (CNDA) y la Oficina Francesa de Protección de Refugiados y Apátridas (Ofpra).

Al mismo tiempo, en las Naciones Unidas se celebra estos días una ronda de negociación intergubernamental para definir un «pacto mundial para una migración segura, regular y ordenada», un proceso en el que participan todos los países, a excepción de Estados Unidos, con la finalidad de tratar de articular una política global que permita dar respuesta a los desafíos que plantean los desplazamientos en el mundo, mejorando la protección de los inmigrantes y sus familias. También se están sometiendo a discusión otros elementos novedosos y necesarios, como evitar la pasividad ante rutas mortíferas como la del Mediterráneo que tantas vidas se cobra, establecer vías migratorias legales o aprobar medidas contra los frecuentes abusos laborales que sufren los inmigrantes a consecuencia de su desprotección. Lo más destacable es la voluntad de la comunidad internacional de debatir una agenda global avanzada sobre las migraciones al margen de la oposición frontal de los Estados Unidos, aunque se corre el riesgo, una vez más, de que este Pacto Mundial quede en simple retórica.

Y también en estos días, los líderes de América Latina y el Caribe, junto con la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, se reúnen en Brasil para impulsar un diálogo que ofrezca una respuesta regional a los refugiados y desplazados y pueda incorporarse al Pacto Mundial sobre Refugiados que impulsa las Naciones Unidas.

Lo que está claro es que nada va a ser igual tras los tiempos de marasmo migratorio y de refugiados que se han vivido en los años recientes. El dilema es si todo ello permitirá avanzar en las respuestas, aprendiendo de los errores o si, por el contrario, aumentará todavía más el sufrimiento de tantas personas obligadas a abandonar sus países.