Dice la Constitución que la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria. Pues bien, en un régimen parlamentario como el nuestro, la aprobación por las Cortes de una ley importante en contra del criterio del Gobierno (la derogación de la Ley de Seguridad Ciudadana, pongamos por caso) debería tener una de estas tres consecuencias: a) la dimisión del Gabinete; b) el planteamiento de una cuestión de confianza; c) la disolución de las Cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones. No puede haber una opción d): el dontancredismo y hacer como si no hubiera pasado nada. De igual manera, y con mayor motivo aún, si el Gobierno no consigue la aprobación de la Ley de Presupuestos Generales del Estado, que es la de superior trascendencia anual por suponer el instrumento clave de la política económica del Ejecutivo, debe dimitir de inmediato, o bien someter un conflicto político de semejante gravedad al arbitraje del cuerpo electoral. Todo menos mantenerse atrincherado en el poder a cualquier precio y acumular una prórroga presupuestaria tras otra, que es con lo que amenaza, desfachatadamente, el ministro de Hacienda.

España, en efecto, es un Estado democrático, lo que significa que el Gobierno ha de contar con la confianza permanente de la representación popular. Cuando tal confianza, obtenida en la investidura presidencial, se pierde, únicamente toca dimitir o convocar elecciones. Sobrevivir penosamente gracias a la dificultad de que triunfe una moción de censura constructiva y a la prórroga automática de los Presupuestos del ejercicio anterior, pero sin poder «gobernar» realmente es, aunque leguleyescamente legal, rotundamente antidemocrático, un verdadero fraude constitucional.

Mariano Rajoy accedió a la jefatura del Gobierno merced a un pacto programático de investidura, principalmente con Ciudadanos. Ese pacto, sin embargo, además de provocar constantes reproches sobre su grado de cumplimiento efectivo, no ha logrado transformarse en un acuerdo de legislatura; seguramente debido a que PP y Cs compiten en buena medida por el mismo espacio electoral y las sucesivas encuestas no hacen sino agrandar sus tensiones y recelos mutuos. El caso es que una vez más ha quedado meridianamente claro que la estabilidad gubernamental no implica en absoluto la capacidad de gobernar. El Gobierno de la Nación se halla jurídicamente en plenitud de funciones y tiene asegurada, artificiosamente, su continuidad hasta el fin de la legislatura, pero resulta incapaz de ejercer su principal función constitucional: la dirección de la política. Y ello porque no está en condiciones de programar y controlar con mano firme la agenda legislativa, dada su debilidad numérica en el Congreso, la cual ha reducido drásticamente su iniciativa para presentar proyectos de ley y por tanto el dinamismo institucional de las Cámaras.

A falta de democracia, el Gobierno está muy atento a la demoscopia. No tenemos, al presente, un verdadero Gobierno parlamentario, pero Rajoy únicamente pondrá fin a la legislatura y apelará a la ciudadanía cuando los continuos sondeos de intención de voto que realiza le sean favorables. Parece dudoso, sin embargo, que esto vaya a ocurrir a corto plazo, de modo que el presidente seguirá con su consabido «tempo lento», y la política española, a pesar del muy activo cáncer catalán, continuará en su actual ensoñación opiácea.

Por supuesto, el jefe del Gobierno no es el único culpable de esta gimnasia institucional de «tai chi». La incapacidad para el pacto de nuestra clase política de hoy (muy señaladamente, a mi juicio, la de izquierda) revela que en el último sexenio se ha instalado entre nosotros un fenómeno temible si adquiere carácter crónico: el déficit transaccional. Resulta incluso irresponsable que con esa patología se pretenda reformar el sistema electoral para hacerlo más proporcional, propiciando así una mayor fragmentación del Congreso y una acentuación de la ingobernabilidad. Dejemos a un lado este género de reformas, que únicamente provocan en la ciudadanía sensaciones de extrañeza, lejanía y hastío. Emmanuel Macron creó un partido de la nada y lo condujo a una resonante victoria con una fórmula electoral mayoritaria a dos vueltas. No necesitamos, pues, aumentar el número de diputados a 400 (¡más pesebre!) ni potenciar la proporcionalidad del tipo de escrutinio. Lo que verdaderamente necesitamos es más aptitud para el pacto entre las fuerzas políticas. De otro modo se perderá en la evanescencia y la irrelevancia otra legislatura, como se perdió lastimosamente la legislatura anterior a causa del cerrilismo priápico de quienes pensaban asaltar los cielos. ¡País, amigo Forges!