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Vuelta de hoja

Marta de España

Según lo más probable, cuando este delirio dominical llegue al desprevenido lector, el asunto de la letra del himno nacional ya será noticia sobajada, huera, topicazo y deleznable lugar común. A mí, para ser honestos, el himno nacional me la bufa en la misma medida que la bandera y que Marta Sánchez, una chica con inicios monjiles que le dedicaba versitos a la virgen de su colegio. Sí, a mí siempre me pareció una eterna y tierna estudiante con veleidades canoras y una carpeta bajo el brazo llena de pegatinas de Los Pecos. Luego ya le cogió el aire a eso de los escenarios y siguió dando la brasa con temas blanditos haciéndose cabalgar por una exuberante cabellera rubia y un marketing del copón. Supo encauzar su carrera con solvencia y desparpajo, no en vano se prestó a cantar para soldados (rollo arenga auditiva y visual) que se preparaban para la madre de todas las batallas y que, efectivamente, generó la madre de todas las carnicerías (aún duele lo del Golfo Pérsico, el primer gran escarnio televisado). Hay que reconocerle el cuajo a la niña de las monjas. El asunto le pareció de perlas a los patriotas de todo cuño, henchidos todos de ardor guerrero, patriótico, español y mucho español, soldados del amor, duduá, duduá, o sea. Ahora, para verlas venir, para hacer uso y abuso de esa ocasión a la que pintan calva, para sacar aprovechamiento y beneficio propio de esa horda de zombis con su banderola en el balcón de resultas del susto catalán (que hay que ver el juego que está dando), ese dechado de delicadeza y primor poético que la plúmbea Marta Sánchez ha escrito para el himno español. La Marcha de Granaderos ya era un truño de por sí, con olor a uniforme rancio, monarquía disecada y naftalina. Con la letra de la poetisa se ha convertido en dos truños. Ahora bien, esa infumable retahíla de ripios, esa estomagante cursilería, esa ñoñería le ha encantado al facherío patrio que no ha tardado en encumbrarla a los altares de la lírica. «La inmensa mayoría de los españoles nos sentimos representados. Gracias, Marta», dice Mariano. Hombre, verá usted, don Eme Punto. Si tenemos en cuenta que compartimos paisanaje, más o menos coetáneamente con escritoras de la talla de Ana María Matute, Mercè Rodoreda, Blanca Andreu, Carmen Martín Gaite, Ana María Moix, Carmen Laforet y un exhaustivo etcétera, decir que el ñordo que ha parido doña Marta nos representa es, cuando menos, un insulto a la más lerda inteligencia, como la del que esto escribe. Éstas sí nos representan. Representan nuestra cultura, éstas sí son marca España, nos representa su talento, su trabajo, su esfuerzo, su constancia no esa ocurrencia insípida y ramplona que no pasaría de un mal trabajo de primero de BUP.

Cabe pensar, al hilo del subidón de algunos, que la denigración del país está tocando cotas difícilmente asimilables. «Valiente y emocionante, poniendo letra y corazón al himno nacional», tercia don Albert Rivera, el delfín de don Mariano, la recurrente marca blanca del carpetovetonismo, el mamporrero oficial que, de venir mal dadas para los de las gaviotas, garantizará la supervivencia de una, grande, libre, depauperada, vendida, prostituida y vasalla España. «Miré los muros de la patria mía, si un tiempo fuertes ya desmoronados?», escribió un clarividente Quevedo. Sí, parece mentira, pero en este país nació Quevedo. Don Francisco de Quevedo, el puñetero estevado, daba lecciones a mamporros de endecasílabos de lo que viene a ser juntar palabras con tanta sutileza como fustigadora ironía. Unos quinientos años después la mayoría de los españoles se sienten representados con «rojo, amarillo, colores que brillan en mi corazón y no pido perdón, duduá, duduá». ¡Manda huevos, doña Marta! Con todo mi respeto, yo de usted, eso de no pedir perdón me lo pensaría.

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