Es posible que usted haya oído hablar de Arthur Laffer, un economista norteamericano que, según cuentan, allá por los 70, dibujó en una servilleta una curva, con forma de U invertida, mostrando que a partir de un determinado tipo, bajar los impuestos incrementa la recaudación.

Desde entonces, hay muchos políticos neoliberales, que se apoyan en la famosa curva para reducir los impuestos. Los más críticos con esta teoría niegan que bajar los impuestos aumente la recaudación; sin embargo, creo que lo más relevante no es negar su existencia, lo auténticamente importante sería saber en qué punto de la curva nos encontramos, y eso es algo en lo que se equivocan con frecuencia quienes la utilizan justificar su decisión de recortar impuestos. Reagan -de quien Laffer era buen amigo- se escudó en sus predicciones para bajarlos significativamente, y terminó por incrementar descomunalmente el déficit fiscal estadounidense.

Ya saben que el déficit fiscal es más o menos importante según quién lo genere.

Algo más de 30 años después, asistimos a un gran recorte de los impuestos promovido por Donald Trump y el Partido Republicano; para muchos una auténtica revolución, en la medida que, dicen, supone la mayor bajada de impuestos en la historia de EE UU. Sin embargo, si los cálculos de Tax Policy Center son correctos, la reducción de los ingresos fiscales derivados de esta reforma se cuantifica en un billón y medio de dólares estadounidenses, durante los próximos diez años, lo que equivale, aproximadamente al 0,7 por ciento del PIB del periodo; ni de lejos la mayor rebaja fiscal de la historia.

¿En qué consiste esta supuesta revolución fiscal?

La reforma afecta, inicial y temporalmente, a la renta de las personas físicas, pero a partir del año 2025 los tipos volverán a los niveles previos, de forma que la rebaja para las familias no será permanente, sino temporal. Y desde 2027, los impuestos aumentarán para casi el 50 por ciento de la población.

¿A quién beneficia, pues, el plan fiscal de los republicanos? La respuesta es clara: en principio, a las empresas, particularmente a las muy grandes. El tipo del impuesto de sociedades se recorta, de forma permanente, del 35 al 21 por ciento. Economistas estadounidenses debaten sobre quién se beneficiará, finalmente, a largo plazo, de la reducción del impuesto de sociedades. No llegan a ponerse de acuerdo, pero en lo que sí existe consenso es que, a corto plazo, son los accionistas de las empresas los que saldrán ganando.

¿Y más allá? Los defensores de la reforma apuntan que a largo plazo aumentarán los salarios como consecuencia de la caída en el impuesto de sociedades. Para ello tendrían que producirse toda una serie de acontecimientos en cadena, a saber: la reducción del impuesto de sociedades debería atraer una significativa inversión extranjera; ese dinero «nuevo» se dedicaría a adquirir bienes de equipo adicionales; esa mayor inversión haría más productivos a los trabajadores estadounidenses, y ese crecimiento de la productividad se traducirá en salarios más altos.

Podría ser el cuento de la lechera. Si se diera una gran afluencia de dinero exterior a la economía estadounidense, es razonable pensar que ello revaluaría el dólar, lo que haría más caros los activos locales, frenando, al menos parcialmente, la inversión extranjera. Pero es que, además, si el dólar se hiciera más fuerte, lo normal sería que el déficit comercial se incrementara, beneficiando las importaciones y, por tanto, al trabajo exterior.

Los republicanos han declarado formalmente que el auténtico objetivo de la reforma es aumentar la tasa de crecimiento de la economía desde el 2 por ciento al 3 o el 4. No es que ello sea excesivamente difícil, lo que no está tan claro es que tal ritmo pueda mantenerse de forma sostenida.

Algunos académicos de orientación republicana, han formalizado esta proyección económica basándose en un modelo soportado en una función de producción Cobb Douglas, cuyos supuestos son más propios de un mundo que no existe. El principal problema del modelo utilizado es que no hay una razón suficientemente solvente para suponer que unos mayores beneficios generarán nuevas inversiones en medios de producción. Hay muchos supuestos de la teoría neoclásica, respecto al comportamiento de los agentes económicos, en este caso de las empresas, que no se ven confirmados por la evidencia empírica, por lo que se convierten en auténticas falacias.

En el mundo real, las empresas invierten para expandir su negocio y para reducir sus costes. Pero aumentar la producción requiere que los empresarios confíen en el crecimiento futuro de las ventas. Si la reforma, como se prevé, termina por castigar el poder adquisitivo de las clases medias, a las que se les va a reducir sus deducciones fiscales, tanto las vinculadas a sus hipotecas, como las asociadas a los impuestos locales y estatales, el resultado será que disminuirá la demanda de consumo de los hogares. Pero es que, más allá, el importante recorte de ingresos tributarios, además de incrementar el déficit, determinará, necesariamente, una caída del gasto público, en infraestructuras -parece que este tipo de inversión ha desaparecido de la agenda económica de Trump- y, sobre todo, en gastos sociales.

¿Cómo actuará la Fed? Falta ver el comportamiento de Jerome Powell -nuevo presidente, en sustitución de Janet Yellen. Si, como sería normal, ante el nuevo escenario fiscal, decidiera, acelerar la normalización de la política monetaria, y subiera los tipos de interés más rápidamente, la revalorización del dólar podría perjudicar el crecimiento.

En definitiva, lo único que tenemos seguro es que la reforma elevará los beneficios empresariales de forma significativa y que los principales beneficiarios serán los accionistas. El nada sospechoso Brian Noyniham, CEO de Bank of America, ha declarado que la mayoría de esos beneficios llegarán a su destino final a través del pago de dividendos y la recompra de acciones propias por parte de las empresas, lo que también supone una retribución al accionista.

Súmenle a eso que el 40 por ciento del total de las acciones está en manos del 1 por ciento más rico de la población, y llegarán fácilmente a la conclusión de que la reforma fiscal de los republicanos es una gran noticia para los más ricos, y para nadie más. Generar más y más desigualdad es algo que no parece preocupar a los poderosos.