Coincido, con la mayoría de los mortales, en la opinión desfavorable sobre el ejercicio de la política en este país. Se hace obligado dignificar un instrumento tan básico para nuestra convivencia. Ahora bien, sus únicos males no radican en las corruptelas, sino también en la incapacidad a la hora de dar la cara ante asuntos de especial trascendencia. Como muestra, seguimos pendientes de desarrollar un modelo de Estado que facilite un horizonte dirigido al bienestar común, y no solo al de unos cuántos. Y es que aún no hemos resuelto las principales interrogantes que se le plantean a cualquier colectivo humano: ¿qué somos y hacia dónde queremos ir? Esta es la política que echo en falta.

La política española es simplona. Actúa siempre bajo el mismo esquema circular que mantiene constantes sus propios errores, sin aprender de la experiencia. Algo así como el ciclo de Deming tan habitual en los procesos de calidad, pero en versión tontuna. Aquí no se planifica con antelación para después hacer, evaluar y, en base a los resultados obtenidos y la oportuna reflexión, actuar y cerrar el ciclo. En la política española se planifica poco porque se prioriza la inmediatez que marca el populismo. Lo de «hacer», pues sí, aunque vaya usted a saber en base a qué criterios, con qué objetivo y no espere resultados coherentes. De evaluar lo realizado, poco o nada. Y, en ausencia de reflexión, el ciclo se cierra con nuevas actuaciones que nacen sin haber obtenido beneficio alguno de lo bueno y de lo malo que pudiera haber sucedido en el camino. Aderecen este ciclo con ideologías inconsistentes ?hoy digo esto, mañana lo otro- y un punto de escenificación histriónica, y acabarán por encontrar la receta del ejercicio político que predomina actualmente en nuestro país. De ahí no pasamos.

En consecuencia, no movemos ficha y acabamos por regresar al mismo punto de partida. Puñetero y simplón gatopardismo lampedusiano ?lamento recurrir tanto a esta definición, pero así somos-, aunque en cada ocasión retornamos más tocados y con peor pronóstico. No avanzamos y va siendo hora de despertar, al menos antes de que acabemos por mandar todo al carajo. Podrán recordarnos mil veces que el pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla, pero seguimos sin aplicarnos el cuento. Y es que nuestra memoria histórica parece no ser tan extensa como sería deseable en una nación con tantos siglos de trayectoria en común. Más preocupante es que, aunque la historia se repita, no seamos capaces de aprovechar sus lecciones, como ya advertía Camille Sée. Porque somos incapaces de aprobar las asignaturas más básicas.

Busco respuestas en algunos clásicos que ayuden a entender qué nos está ocurriendo. Ahí ando, refrescando las neuronas con la obra comprometida de los Ortega y Gasset, Pi i Margall o, ya en clave valenciana, del nunca justamente reconocido Blasco Ibáñez. Todos ellos mostraron una visión de España que no se aleja, en absoluto, de la actual. Eso sí, coincidieron en preocuparse por las cuestiones de fondo, las estructurales sobre las que sustentar el concepto de Estado, bien alejadas de la precipitación ?como también del inmovilismo- que caracteriza a gran parte de los políticos de nuestros días.

Ortega y Gasset presentó su visión de una España invertebrada, como resultado de los «particularismos». Así denominaba a la tendencia a que cada uno vaya a su bola, tan extendida entre los españoles. Cada grupo social presenta intereses propios que prioriza sobre el resto de la sociedad, cerrándose a cualquier tipo de concesión en favor de los demás. Así era entonces y así sigue siendo, sin que ningún intento de cambio se priorice en una agenda política que debería ser común en lo esencial. Como advertía el filósofo madrileño hace ya casi cien años, «España, más bien que una nación, es una serie de compartimentos estancos». Pero no se refería solo a los territorios sino también a las personas, a esa fragmentación social tan extrema. Nos percibimos distintos a cuantos nos rodean en nuestro mismo barrio y, para colmos de males, carecemos de los elementos de unión que, desde el ejercicio de la política, se nos debería aportar.

Vean un ejemplo que, sin tratarse de un problema de extrema gravedad, no deja de ser llamativo. Somos un país con un himno nacional sin letra y, visto lo visto, reacios a superar ese vergonzoso «na, na, na, na?» que se entona y que de nada sirve como homenaje a una nación. Eso sí, disponemos de todo tipo de cánticos autonómicos, locales y, por supuesto, futbolísticos. Y, si a alguien se le ocurre proponer un texto, acabamos por dilapidarlo. Ojo, que no me atrae nada la idea de que sea Marta Sánchez quien aporte letra a la Marcha de Granaderos porque mejores literatos tenemos en este país. Pero lo realmente llamativo es el desinterés por disponer de un elemento de identidad común tan significativo y, a la vez, nada complejo de elaborar. Podrá ser un detalle menor, pero evidencia la incapacidad de un pueblo por coincidir en cuatro estrofas que le definan y describan aquello que les une. O nada tenemos en común ?lo dudo- o, tal vez, no queremos reconocerlo. En cualquier caso, ya ven que ésta no es una prioridad para los padres de la patria.

Somos una nación ?ojo, que es Pi y Margall quien nos lo recuerda- y no deberíamos aceptar que ningún «particularismo» acabe por romper un proyecto común. Cosa bien distinta es que aseguremos la equidad entre estratos sociales y, por supuesto, territorios. Y, para ello, es preciso asegurar la igualdad de derechos mediante un sistema de financiación autonómica justo y equitativo. Habrá que insistir en que, el juego irresponsable que se está manteniendo con este asunto capital, acabará por desmembrar aquello que compartimos. Quienes desde el Congreso apoyan la reforma del sistema de financiación, se oponen o abstienen en el Senado; los otros, viceversa. Lo anticipaba antes: moverlo todo para que nada cambie. Así, señorías, no hacemos España; así, se rompe.

Una nación se construye desde los pilares de la identidad y la igualdad. Desde esa base puede estructurarse un país en el que se respeten los «particularismos», siempre que éstos no sobrepasen los límites de la convivencia. España no necesita «reinventarse» como preconizan algunos, sino concluir y consolidar su propia definición. Porque la historia ya está escrita y solo es cuestión de aprender de la experiencia. Y recordar, como consideraba Ortega, que vivir es algo que se hace hacia delante sin limitarse a recordar el pasado, sino aprendiendo de éste.

Cierto es que andamos desvertebrados, pero también carecemos de un cerebro colectivo que nos permita percibirnos como país. Nos falta la idea y la pasión necesarias para compartir un mismo horizonte y encajar una vértebra con otra. En otros términos, dejar de ser la España descerebrada. Y eso es política.