Pasados los días de Carnaval y tras la imposición de la ceniza, recordando aquella sentencia del «Génesis»: «pulvis es et in pulverum reverteris» (polvo eres y en polvo te convertirás), con la que al hombre se le marcó tras haberse dejado convencer por la mujer y haber comido la fruta prohibida; llegaba la Cuaresma.

«El Conquistador», hace cien años, alababa el que las máscaras no hubieran proliferado y que los ayuntamientos de algunas poblaciones hubieran prohibido estas «semi paganas fiestas», que no estaban justificadas en esos momentos en los que se vivía miseria, por ser diversión para algunos y tristeza para otros.

Superados dichos días de carnaval en Orihuela, como decíamos con más pena que gloria, nuestros antepasados ponían sus ojos en Nuestro Padre Jesús, Patrón Popular de la Ciudad y la Huerta, y numerosos oriolanos lo acompañaban en la tarde del 15 de febrero desde su capilla en la iglesia del convento de Santa Ana, hasta la parroquia de las Santas Justa y Rufina, para dar comienzo a la anual novena al día siguiente, en la que además se impartirían unos ejercicios de misión solo para hombres que estarían a cargo del guardián del convento, fray Pedro López.

Eran los primeros días de la Cuaresma y la Semana Santa se vislumbraba próxima y con ella las procesiones. Los primeros en plantearse si se llevaría a cabo en ese año de 1918, fue la Junta Mixta de Venerable Orden Tercera y la Mayordomía de Nuestro Padre Jesús que, reunidas con delegados de la Mayordomía del Pilar, acordaron el día 21 de febrero que las calles y plazas de la ciudad fueran testigos de los desfiles procesionales.

A éstas se sumaba la iniciativa del «caballero prócer y genial», Ramón Montero Mesples que tenía intención de que en ese año los «Armaos» cumplieran con su cita anual dando escolta a los pasos. Sin embargo, como siempre, debido al gran desembolso que era necesario reclamaba el auxilio económico de personas y entidades oriolanas. Asimismo, este señor, deseaba cumplir con la tradición establecida por su tío Ramón Montero Mesples, de que en la tarde del Martes Santo Nuestro Padre Jesús de la Caída hiciera estación desde la iglesia de San Gregorio hasta el Santuario de Nuestra Señora de Monserrate. Por otro lado, se animaba a que otras personas o instituciones se hicieran cargo de los adornos de los pasos de la V.O.T. y de la Mayordomía del Pilar.

La Semana Santa estaba en marcha en esos primeros días de la Cuaresma, mientras que el ayuno y la abstinencia se asentaba en los domicilio de los oriolanos, alejando la carne, buscando los guisos de bacalao y los altabayacos, que para la gente joven no son otra cosa una especie de tortas guisadas confeccionadas con pan, huevo y hierbabuena, tal como los describe Justo García Soriano en su «Vocabulario del dialecto murciano».

Pero, no todo era fácil, ya que el 21 de febrero, a la hora de aprobar la Corporación Municipal si se llevaría a cabo la procesión de Santo Entierro el Viernes Santo por la tarde, surgieron algunas discrepancias entre los concejales, votando en contra de su celebración José Martínez Arenas, Manuel y José Franco y el confitero Pedro Reymundo, del que decía la prensa «¡A cualquiera hora se pierde la venta de unas arrobas de caramelos!». Así mismo, se criticaba la postura del primero de ellos después de negarse a que no se realizara la procesión y sin embargo pidiera que se subvencionara a los «Armaos» con 500 pesetas, «por tratarse de una fiesta pagana», algo que no fructificó en tal cantidad. Al final se aprobó por mayoría la celebración de la procesión del Entierro, postura ésta defendida desde el primer momento por el concejal Antonio Bonafós Amezua, que, además, solicitó que se la subvencionara con 250 pesetas, y así fue aprobado.

Aún faltaba algo más de un mes para la Semana Santa y todo ello estaba en marcha, menos mal que para mitigar los citados ayuno y abstinencia, nuestros padres y abuelos tenían donde echar mano en la rica gastronomía oriolana de Cuaresma.