El crecimiento económico que se viene produciendo en la economía española desde 2014 no distribuye por igual sus beneficios sobre el conjunto de la población. Los perdedores de la crisis, que confiaban en un crecimiento más inclusivo, continúan en una especie de stand-by con pocas esperanzas de ver mejorada su situación. El Estado y sus distintos niveles de gobierno serían, en teoría, los responsables de revertir esa situación y que los frutos del crecimiento sean más solidarios y equitativos.

Las políticas económicas que en los últimos diez años se han diseñado en los diferentes planes de reformas, dentro del contexto del Plan de Estabilidad y Crecimiento de la UE, incluían en sus programas medidas encaminadas a corregir los graves desequilibrios que la crisis económica internacional estaba causando y que, además, sirvieran para alcanzar principios de mayor equidad cuando la tendencia en el crecimiento fuese positiva. La disciplina fiscal y la recuperación de la flexibilidad y la competitividad de la economía no eran estrategias que estuviesen reñidas con esos objetivos.

Al contrario, las medidas propuestas para la formación del capital humano, las destinadas a la reforma de la Administración y la estabilidad presupuestaria o las que incluían potenciar el capital productivo, favorecen la eficiencia económica e impulsan la creación de empleo y la convergencia.

Sin embargo, algo debe haber fallado en la implementación de esas políticas para que en la sociedad española continúe instalada la sensación de que la crisis no ha terminado y que las desigualdades en la distribución de la renta permanecen en un escenario donde las oportunidades de participar en la dinámica económica tienen siempre un significado político y clientelar. Un informe reciente de la Comisión Europea sitúa a España a cabeza de la desigualdad entre los países de la UE donde los ricos son más ricos y los pobres más pobres.

El Estado ha fallado, no en diseñar unas políticas económicas que en su conjunto son acertadas, sino en su consecución al no ejecutarlas eficaz y eficientemente. La pérdida de autonomía de los Estados nacionales, la falta de cooperación y coordinación entre sus diferentes Administraciones, y los comportamientos oportunistas y la falta de solidaridad entre regiones tensiona el modelo organizativo y territorial del Estado abocándolo a largos periodos de crisis políticas con grave perjuicio sobre su economía. Olvidan que el papel que el sistema económico le tiene asignado no debe ir más allá que el de la corrección de las imperfecciones y fallos del mercado y la promoción de la equidad mediante la provisión de bienes y servicios públicos y la redistribución de la renta. Todo orientado a un único fin: perseguir el interés colectivo y la cohesión social.

Algunas inercias instaladas en la burocracia gubernamental y presupuestaria insisten en convertir al Estado en un sustituto y no en un complemento del mercado cuando destina ingentes recursos al sector público en detrimento del sector privado, cuando no destina los suficientes a promover e impulsar las reformas estructurales que la globalización del siglo XXI demanda, o cuando se le olvida que nos encontramos ante una tercera revolución industrial donde la formación y el conocimiento científico y tecnológico es sinónimo de un crecimiento inclusivo.

La intervención del Estado en la economía debe ser ante todo emprendedora y dinámica, donde además de las actividades destinadas a la promoción de la equidad y a corregir los fallos del mercado se ocupe de aquellas que tienen que ver con las reformas estructurales y con el fomento de los mercados a través de acuerdos de integración económica o el apoyo al desarrollo de sectores estratégicos de alto valor añadido y componente tecnológico.

Y por supuesto, un buen gobierno que asegure una gestión pública eficaz y eficiente, con transparencia y responsabilidad, haciendo un uso adecuado de los recursos disponibles y defendiendo los intereses del conjunto de la sociedad.